Por Brooke Jarvis para The New York Times
Magazine.
Traducido por Eva Calleja
Nov. 27, 2018
Sune Boye Riis iba en bicicleta con su hijo pequeño,
disfrutando del sol que iluminaba los campos y los bosques cerca de su casa en
el norte de Copenhague, cuando de repente se dio cuenta de que algo no
cuadraba, faltaba algo.
Era verano. Estaba
fuera en el campo, moviéndose rápido.
Pero extrañamente, no se lo estaban comiendo los insectos.
Por un momento, Riis volvió a su niñez en la isla danesa
de Lolland, en el Mar Báltico. Por aquel
entonces, montar en bicicleta significaba cerrar la boca para cruzar espesas
nubes de insectos, aunque inevitablemente siempre acababa tragándose
alguno. Cuando sus padres le llevaban en
coche, recordó, la luna del coche estaba a menudo tan manchada de insectos
muertos que casi no se podía ver a través de ella. Sin embargo, ahora, todo eso
parecía distante. No recordaba la última
vez que necesitó limpiar de bichos muertos la luna de su coche; incluso se
preguntó, vagamente, si los fabricantes de coches no habrían inventado algún sofisticado
revestimiento para evitar que los insectos se quedasen pegados. Pero esa ausencia, se dio cuenta con cierta
alarma, parecía estar por todas las partes. ¿A dónde se habían ido todos los
insectos? ¿Y cuándo? ¿Y por qué no se había dado cuenta?
Riis miró a su hijo, volando en su bici en un día
precioso, sin tener que ir con la boca cerrada, y le sobrevino el pensamiento melancólico de que
en la niñez de su hijo iba a faltar esa experiencia particular de comer bichos
que él tuvo. Era, admitía, algo extraño
por lo que sentirse nostálgico. Pero no podía
evitar sentir una perdida. “Imagino que
es bastante humano pensar que todo era mejor cuando eras un niño”, dijo. “Quizá
no me gustase cuando iba en bici y me comía todos esos bichos, pero mirando
atrás, creo que es algo que todo el mundo debería experimentar.”
Conocía Riis, un
desgarbado profesor de ciencias y matemáticas, en un caluroso día de
junio. Estaba nervioso porque no había
escrito todavía su discurso para la ceremonia de graduación del instituto de esa
noche, pero primero, tenía algo que hacer.
Sacó una gran red para cazar insectos de su garaje, fue con el coche a
un cruce cercano y paró para sujetar la red al techo. Hecha de malla blanca, la red se extendía toda la largura del coche y
se mantenía levantada por delante con un palo de tienda de campaña, estrechándose
por detrás y terminando en una pequeña bolsa extraíble. Los conductores que pasaban volvían la cabeza
para mirar. Riss miró nervioso hacia donde
había aparcado y ajustó las correas del artilugio. “Esto no es cien por cien
legal,” dijo, “pero bueno, por el bien de la ciencia.”
Riis no había podido dejar de pensar en la falta de
insectos. Cuanto más descubría, su nostalgia se transformaba en
preocupación. Los insectos son polinizadores
necesarios, reciclan los ecosistemas y son la base de cadenas alimenticias por
doquier. Riis no fue el único en darse
cuenta de esta disminución. En los
Estados Unidos, los científicos han descubierto recientemente que la población
de mariposas monarca ha descendido en un 90% en los últimos 20 años, una pérdida de 900 millones de individuos; el
abejorro parcheado, endémico de EE.UU. que antes se encontraba en 28 estados,
ha descendido en un 87 por ciento durante el mismo periodo. Para otras especies de insectos, menos
estudiadas, un investigador de mariposas me dijo, “todo lo que podemos hacer es
mover nuestros brazos y decir ´ ¡ya no están aquí!´” Sin embargo, lo más inquietante no era la
desaparición de ciertas especies de insectos; era una preocupación más
profunda, compartida por Riis y otros muchos, el mundo de los insectos podía
estar desapareciendo silenciosamente, una pérdida de abundancia que podría
alterar el planeta de manera desconocida.
“Nos damos cuenta de las perdidas,” dice David Wagner, un entomólogo de
la Universidad de Connecticut. “Es el declive lo que no vemos.”
Debido a que los insectos son una legión, que no llama la
atención, y es difícil de rastrear de manera significativa, el miedo de que pueda
haber muchos menos que antes, era más sentido que documentado. La gente se daba cuenta cerca de los canales
o en los patios o bajo las farolas por la noche – lugares familiares que se han
quedado desconocidamente vacíos. El
sentimiento es tan común que los entomólogos han ideado una clave para
describirlo, nombrándola en relación a la forma en la que mucha gente comenzó a
darse cuenta de que ya no había tantos insectos. Lo llamaron el fenómeno de las lunas.
Para probar lo que en un principio había sido una vaga
sospecha de que algo andaba mal, Riis y otros 200 daneses pasaron el mes de
junio conduciendo por las carreteras secundarias del país en sus coches tuneados. Formaban parte de un estudio dirigido por el
Museo de Historia Natural de Dinamarca, un trabajo en conjunto con la
Universidad de Copenhague, la
Universidad Aarhus y la Universidad del Estado de Carolina del Norte. Las redes sustituían a las lunas
mientras Riis y otros voluntarios
conducían por diferentes hábitats –áreas urbanas, bosques, caminos rurales,
tierras sin cultivar y humedales – esperando cuantificar la turbadora sensación
de que “algo del pasado falta en el presente” como explicó uno de los diseñadores
del proyecto.
Cuando los investigadores comenzaron a planificar su
estudio en 2016, no estaban seguros de si alguien iba a apuntarse. Pero para cuando las redes estuvieron listas,
un estudio de una oscura sociedad entomológica alemana ya había puesto el
problema del descenso del número de insectos sobre la mesa. El estudio alemán encontró que, medidos
simplemente por el peso, la abundancia total de insectos voladores en las
reservas naturales alemanas había descendido en un 75 por ciento en solo 27
años. Y mirando los picos de población
en temporada de verano, el descenso era de un 82 por ciento.
Riis se enteró del estudio a través de un proyecto de un
grupo de estudiantes de su clase. Se han
debido de equivocar en sus citas, pensó.
Pero no. El estudio pronto se convirtió,
según la página web Altmetric, en el sexto trabajo científico más discutido de
2017. Portadas en todo el mundo
advertían de un “Armagedón de los insectos. “
A los pocos días de anunciar el proyecto de recogida de
insectos, el Museo de Historia Natural de Dinamarca estaba rechazando a docenas
de entusiasmados voluntarios. Parecía
que había gente como Riis por todas partes, gente que había percibido un cambio
pero no sabía que pensar de ello. ¿Cómo
puede algo tan fundamental como los insectos en el cielo simplemente
desaparecer? Y ¿qué pasará sin ellos?
Cualquiera que haya vuelto a un lugar de su infancia para
encontrar que todo, de alguna manera, había empequeñecido, sabe que los humanos
no somos los mejores recordando el pasado con precisión. Esto es especialmente cierto cuando se trata
de cambios en el mundo natural. Es
imposible mantener una perspectiva fija, como dijo Heráclito hace 2.500 años:
No es el mismo río, pero tampoco somos la misma gente.
Un estudio de 1995 de Peter H. Kahn y Batya Friedman,
sobre como algunos niños en Houston sufrían la contaminación, resumía nuestra
ceguera de esta manera: “Con cada generación, el estado de degradación
medioambiental aumenta, pero cada generación toma ese estado como la norma.” En
fotos tomadas durante décadas de pescadores sujetando su presa en Florida Keys,
el biólogo marino Loren McClenachan encontró la ilustración perfecta a este
fenómeno, que a menudo se denomina “el síndrome de la base móvil.” Los peces eran cada vez más pequeños, hasta
el punto de que los premios a las capturas eran conseguidos por peces que en el
pasado hubiesen estado en el montón de los peces desechados. Sin embargo, las sonrisas en las caras de los
pescadores tenían el mismo tamaño. El
mundo nunca siente que ha caído porque crecemos acostumbrados a la caída.
Por un lado, los insectos son los animales salvajes que
mejor conocemos, los animales no domésticos cuyas vidas se cruzan de la manera
más íntima con las nuestras: arañas en la ducha, hormigas en los picnics,
garrapatas en nuestra piel. A menudo
sentimos que los conocemos demasiado bien.
Sin embargo, por otro lado, son uno de los mayores
misterios de nuestro planeta, un recordatorio de lo poco que conocemos sobre lo
que ocurre en el mundo que nos rodea.
Hemos nombrado y descrito a millones de especies de
insectos, un extraordinario conjunto de trips y thermobia, hormigas león,
tricopteros, cercopoideas y otras enormes familias de insectos que la mayoría
ni sabemos nombrar. (Técnicamente, la
palabra “insecto” es solamente aplicable al orden de los hemípteros, también
conocidos como insectos reales, especies que tienen bocas tubulares para
penetrar y chupar- y hay hasta 80.000 variedades nombradas de estos
insectos) A los que creemos que
conocemos bien, tampoco los conocemos: Hay 12.000 tipos de hormigas, casi
20.000 variedades de abejas, cerca de 400.000 especies de escarabajos, tantos
que el genetista J.B.S. Haldane supuestamente bromeo diciendo que Dios debe
tener un amor excesivo por ellos. Un trozo
de suelo sano de menos de un metro cuadrado y cinco centímetros de profundidad
puede albergar hasta 200 especies únicas de ácaros, cada uno, presumiblemente, haciendo
un trabajo distinto. Y, sin embargo, los
entomólogos estiman que toda esta asombrosa, absurda y poco estudiada variedad
representa quizá solo un 20 por ciento de la diversidad de insectos real en
nuestro planeta – y que hay millones y millones de especies que son totalmente
desconocidas para la ciencia.
Con tanta abundancia, es muy probable que a la mayoría de
los entomólogos del pasado nunca se les ocurriese pensar que estos sujetos
multitudinarios podrían declinar. Mientras
se afanaban estudiando los ciclos vitales y taxonomía de las especies que les
fascinaban, pocos pensaron en medir o registrar algo tan aburrido como su
número. Además, hacer un seguimiento de cantidades
es un trabajo lento, tedioso y sin ningún glamur: poner y comprobar trampas,
esperar años o décadas para recoger datos que tengan algún sentido, luchando
con cuestiones anodinas en lugar de cuestionas más sofisticadas. Y ¿quién
pagaría por ello? La mayor parte de la
financiación académica es a corto plazo, pero cuando lo que te interesas es un cambio generacional
invisible, dice Dave Glouson, un entomólogo de la Universidad de Sussex, “un
programa de monitorización a tres años no sirve para nada.” Esto es especialmente cierto para las
poblaciones de insectos, que son variables por naturaleza, con amplias
fluctuaciones que ocultan las tendencias de un año a otro.
Cuando los entomólogos comenzaron a darse cuenta y a
investigar el descenso en el número de insectos, lamentaron la falta de
información sólida del pasado en la que basar sus experiencias en el
presente. “Vemos cientos de algún
insecto, y pensamos que están bien,” dice Wagner, “pero y si hace una
generación había 100.000?” Rob Dunn, un
ecologista de la Universidad del Estado de Carolina del Norte que ayudó a
diseñar el experimento con las redes en Dinamarca, estuvo recientemente buscando
estudios que mostrasen los efectos del rociado de pesticidas en los insectos
que viven en bosques cercanos. Se
sorprendió de que no existiese ningún estudio sobre ello. “Ignorábamos cuestiones realmente básicas,”
dijo. “Parece como si hubiésemos
cometido un gran error de manera colectiva.”
Aunque los entomólogos anduviesen escasos de datos, lo
que si tenían eran pruebas verdaderamente preocupantes. Junto con la impresión de que estaban viendo
menos insectos en sus propios tarros o redes mientras hacían sus experimentos –
un fenómeno de lunas específico para la clase de personas que tienen tarros de
insectos y redes- el descenso del número
de insectos bien estudiados estaba documentado, entre ellos de varias clases de
abejas, polillas, mariposas y escarabajos.
En Gran Bretaña, se encontró que al menos entre el 30 y el 60 por ciento de las especies tenían rangos descendentes. Las tendencias más amplias eran más difíciles
de establecer, aunque un análisis publicado en Science en 2014 intentó cuantificar
estos descensos resumiendo los hallazgos de estudios previos, y descubrió que
la mayoría de las especies monitorizadas estaban en declive, una media del 45
por ciento.
Los entomólogos también sabían que el cambio climático y
la degradación general de hábitats globales son un problema para la
biodiversidad en general, y que los insectos se están enfrentando a los retos
particulares que presentan los herbicidas y pesticidas, además de los efectos
de la perdida de praderas, bosques e incluso de áreas cubiertas de maleza por
la implacable expansión de la especie humana.
Había estudios de otras especies más fáciles de entender que sugerían
que los insectos asociados a ellas podían estar decreciendo también. Quienes estudiaban peces encontraron que estos
tenían menos efímeras que comer. Los
ornitólogos seguían encontrando que las aves que dependen de insectos para
alimentarse se encontraban en apuros: 8 de cada 10 perdices había desaparecido
de las tierras de cultivo francesas; ruiseñores y tórtolas sufrían un 50 y un 80 por ciento de descenso respectivamente.
La mitad de las aves de las tierras de cultivo en Europa desaparecieron en solo
tres décadas. Al principio, muchos
científicos responsabilizaban al sospechoso habitual, la destrucción de los hábitats,
pero comenzaron a preguntarse si las aves no estarían simplemente muriéndose de
hambre. En Dinamarca, fue al ornitólogo
llamado Anders Tottrup a quien se le ocurrió la idea de convertir los coches en rastreadores de
insectos para estudiar el efecto-luna después de que viera que carracas,
pequeños búhos, halcones y abejarucos –todas aves que se alimentan mayormente
de insectos grandes como los escarabajos y las libélulas- habían desaparecido
de repente del paisaje.
Los signos eran ciertamente alarmantes, pero solo eran
signos, no lo suficiente para justificar grandes pronunciamientos sobre la
salud de los insectos en general o sobre lo que podría estar causando un
declive generalizado de especies relacionadas.
“No hay datos cuantitativos sobre insectos, así que esto es simplemente
una hipótesis,” me explicó Hans de Kroon, un ecologista de la Universidad
Radboud en los Países Bajos –no es el tipo de discurso que lleva a la gente a
las barricadas.
Entonces llegó el estudio alemán. Los científicos siguen todavía cautelosos
sobre lo que sus descubrimientos pueden implicar en otras regiones del mundo. Pero el estudio sacaba a la luz exactamente
la clase de datos longitudinales que habían estado buscando, y no era
específico de un solo tipo de insecto.
Los números eran duros, indicando un amplio empobrecimiento del total
del universo de los insectos, incluso en áreas protegidas donde los insectos
deberían estar bajo menos presión. La
rapidez y la escala de la caída eran
alarmantes incluso para los entomólogos que ya estaban inquietos por las abejas,
las luciérnagas o por la limpieza de las lunas de los coches.
Los resultados también eran sorprendentes en otros
aspectos. Los detalles acerca de la
abundancia de insectos, la clase de detalle que nadie pensó que existía, no
habían aparecido en ninguna publicación prestigiosa y tampoco veían de ningún
científico afiliado a ninguna universidad, sino de una pequeña sociedad de entusiastas
de los insectos con base en la modesta ciudad alemana de Krefeld.
Krefeld está a media hora en coche de Düselforf,
cerca de la orilla oeste del Rin. Es una
ciudad de casas de ladrillo, coloridos jardines con flores y un” stadwald” –un
parque bosque municipal- donde los botes de pedales flotan sobre el lago, las
sombrillas dan sombra a las terrazas de los bares y (no pude evitar darme
cuenta) la luz de la tarde ilumina pequeñas nubes de insectos bailarines a
través de los árboles .
Cerca del centro de la parte vieja de la ciudad, un
letrero de papel, no mucho más grande que una tarjeta de presentación,
identifica la imperturbable sede de la sociedad cuyo trabajo había conmocionado
tanto. Cuando fue fundada en 1905, la
sociedad estaba ubicada en otro edificio, que fue destruido cuando Gran Bretaña
bombardeó la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial. (Para cuando cayeron las
bombas, los miembros de la sociedad ya habían
llevado sus preciados registros y colecciones de insectos, algunos que
databan de los 1860, a un bunker subterráneo). Hoy en día, la sociedad usa más
de 550 metros cuadrados de una vieja escuela de tres pisos como almacén. Si pides una visita a sus colecciones,
escucharás cosas como “toda esta habitación es Lepidóptera,” refiriéndose a una
antigua aula llena, de lo que al principio me parecieron estanterías de libros,
pero que en realidad eran innumerables marcos de madera que contenían mariposas
y polillas sujetos con alfileres; y, en una habitación incluso más grande,
“todos los abejorros de aquí fueron recogidos antes de la Segunda Guerra
Mundial, entre 1880 y 1930”; y después de abrir un cajón lleno de abejas, “es
una nueva colección, solo tiene 30 años.”
En los estantes que si tienen libros, conté 31 volúmenes,
visiblemente apreciados, de la serie “Escarabajos de la Europa Central.” Un libro de 395 páginas que catalogaba
especies de avispas de las arañas -donde fueron recogidas, donde fueron
guardadas – del Paleártico occidental tenía escrito en su cubierta “1948-2008”. Pregunté a mi guía, un miembro de la sociedad
llamado Martin Sorg, que era uno de los principales autores del estudio, si
aquellas fechas reflejaban cuando se habían recogido los especímenes. “No,”
contestó Sorg, “ese fue el tiempo que el autor necesito para hacer este
trabajo.”
Sorg, se lía los cigarrillos, lleva unas gafas estilo
John Lennon y el pelo largo y gris le llega por debajo de los hombres, no es un
descuidado en lo que se refiere a su trabajo sobre los insectos. Y su trabajo sobre los insectos es de lo
único de lo que quiere hablar. “Creemos
que la información acerca del declive de la naturaleza y la biodiversidad es
importante, no la información sobre la vida de los entomólogos,” explicaba Sorg
después de que él y Werner Stenmans, un miembro de la sociedad cuyo nombre
apareció junto al de Sorg en el artículo de 2017, se negase a contestar a mis
preguntas sobre su trabajo fuera de la sociedad. Receloso de un artículo que se centrase en él
como persona, Sorg tampoco quiso hablar de qué le empujó hacia la entomología
cuando era niño o incluso qué tenían ciertos tipos de avispas que le habían
hecho dedicar tantos años de su vida a estudiarlas. “Normalmente solo hablamos de la vida de
alguien cuando muere, “dijo.
Tenían razones para esa cautela. A los miembros de la sociedad no les gustaba
verse descritos, una y otra vez, en las noticias como “amateurs.” Es una perspectiva que refleja, creen, un
entendimiento demasiado estrecho de lo que significa ser un experto o incluso
un científico –lo que significa ser un estudioso del mundo natural.
Los amateurs llevan mucho tiempo proporcionando gran
parte del conocimiento disperso que tenemos sobre la naturaleza. ¿Esos estudios sobre abejas y mariposas? La
mayoría depende de movilizaciones masivas de voluntarios dispuestos a cubrir
franjas de terreno contando insectos, cada dos semanas o cada año, año tras
año. Los alarmantes datos sobre el
descenso en el número de aves se recogieron de esta manera también, aunque las
aves pueden ser difíciles de ver y los voluntarios a menudo deben aprender a
identificarlas por su sonido. Gran
Bretaña, que tiene una fuerte tradición de naturalismo amateur, tiene los insectos
mejor estudiados del mundo. Aunque
estemos muy avanzados tecnológicamente, el mundo natural es todavía un espacio
grande y complejo, y la mejor manera de
saber lo que está sucediendo es que mucha gente pase mucho tiempo
observándolo. La raíz latina de la
palabra “amateur” es, después de todo, la palabra “amante.”
Algunos de estos ciudadanos-científicos son verdaderos
principiantes, aferrados a guías de campo, otros, llevados por su propia pasión
y siguiendo la larga tradición del naturalismo “amateur”, están muy lejos de ser novatos. Piensen en la época Victoriana con sus redes
de mariposas y sus gabinetes de curiosidades; en Vladimir Nabokov, cuyas
teorías acerca de la evolución de las mariposas azules Poyommatus fueron
ignorados hasta que se probó que eran correctas mediante pruebas de ADN, más de
30 años después de su muerte; o en el joven Charles Darwin, haciendo novillos
en Cambridge para ir a recoger escarabajos en Wicken Fen y metiéndose un
escarabajo vivo en la boca porque las manos ya las tenía llenas..
La sociedad Krefeld está dirigida por voluntarios, y
muchos de sus miembros trabajan en otros campos que no están relacionados, pero
también tienen un enorme conocimiento de los insectos, acumulado a través de
los años, debido a lo que otras personas pueden considerar como una atención obsesiva. Algunos estudian la ecología o la evolución
taxonómica de sus especies favoritas o cartografían sus poblaciones o los crían
para estudiar sus vidas. Todos centran
sus habilidades de identificación de las especies reuniendo sus propias
colecciones de insectos cuidadosamente sujetos con alfileres y etiquetados,
como las que llenan los almacenes de la sociedad. Sorg estimó que de los 63 miembros de la
sociedad, una tercera parte están formados en temas como biología y ciencias de
la tierra en la universidad. Otra
tercera parte, dijo, están “altamente especializados y altamente cualificados
pero nunca han pisado la universidad,” mientras que la otra tercera parte son
verdaderos amateurs que todavía están en proceso de llegar a ser “verdaderos”
entomólogos: “Algunos de ellos puede que tengan título universitario también, pero
en nuestra opinión, son principiantes.”
Los proyectos de los miembros de la sociedad a menudo
requieren colocar lo que llaman trampas malaise, redes que parecen tiendas de
campaña y atraen a insectos que vuelan cerca hacia botellas de etanol. Debido a los estándares científicos de la
sociedad, los miembros siguen ciertos procedimientos: siempre usan trampas
idénticas, cosidas desde un patrón que usaron por primera vez en 1982. (Sorg me
mostró con gran solemnidad el original enrollado en cartulina.) Siempre los
colocan en los mismos lugares. (Antes
del GPS, eso requería un costoso trabajo de cálculo de las posiciones con
equipos de topografía. “nos desviamos solo unos pocos centímetros,” garantizaba
Sorg.) Guardaron todo lo que recogieron,
sin importarles cuál era el propósito principal del experimento. (La sociedad compró tanto etanol que atrajo
la atención de la unidad de narcotráfico.)
Esas botellas de insectos se guardaron en miles de cajas,
que ahora están apiñadas en lo que antaño fueron las oficinas de la escuela en
la parte alta del edificio. Cuando los
miembros de la sociedad, como los entomólogos en otros lugares, comenzaron a darse
cuenta de que estaban viendo menos insectos, tenían algo contra lo que medir
sus preocupaciones.
“No tiramos nada,
guardamos todo,” explicó Sorg. “Eso nos
da hoy la posibilidad de ir atrás en el tiempo.”
En 2013, los entomólogos del Krefeld confirmaron que el
número total de insectos atrapados en una reserva natural era casi un 80 por
ciento más baja que en el mismo lugar en 1989.
Habían examinado otros lugares, analizado los sets de datos antiguos y
encontraron descensos similares: Donde hace 30 años necesitaban una botella de
un litro para las capturas de la semana, ahora era suficiente con una botella
de medio litro. Pero identificar todos
los insectos de las botellas, hubiese requerido, incluso a un entomólogo experimentado, años de concienzudo trabajo. Así que la sociedad utilizó el método
estandarizado de pesar los insectos en alcohol, método que nos contó una
poderosa historia simplemente mostrando como la masa general de insectos
disminuía con el tiempo. “Un descenso de
esta mezcla,” dijo Sorg, “es algo muy diferente al descenso de solo unas pocas
especies.”
La sociedad colaboró con de Kroon y con otros científicos de la Universidad
Radboud de los Países Bajos, que hicieron un análisis de tendencias con los
datos facilitados por la Krefeld, controlando cosas como los efectos de las
plantas cercanas, el tiempo y la cubierta forestal para las fluctuaciones de
poblaciones de insectos. El estudio
final abarcaba 63 reservas naturales, que representaban casi 17.000 días de
muestras, y encontraron descensos consistentes en toda clase de hábitats
estudiados. Esto sugería, escribieron
los autores, “que no solo las especies vulnerables, sino la comunidad de
insectos voladores en general ha sido diezmada durante las últimas décadas.”
Para algunos científicos, el estudio creaba un momento de
reconocimiento. “Los científicos
pensaban que estos datos eran demasiado aburridos,” dice Dunn. “Pero estas personas lo encontraban bello y
les encantaba. Fueron ellos los que
prestaron atención a la Tierra por el resto de nosotros.”
La actual pérdida de
biodiversidad es
conocida popularmente como la sexta extinción: la sexta vez en la historia del
mundo en la que un gran número de especies han desaparecido en una sucesión rápida
y anormal, causada esta vez no por asteroides o edades de hielo sino por los
seres humanos. Cuando pensamos en
pérdida de biodiversidad, tendemos a pensar en el último rinoceronte blanco
protegido por guardas, o en osos polares sobre placas de hielos
menguantes. La extinción es una tragedia
visceral, entendida universalmente: No hay vuelta atrás. El sentimiento de culpabilidad por dejar desaparecer
a una especie única es eterno.
Pero la extinción no solo es una tragedia por la que
estamos pasando. ¿Qué pasa con las
especies que todavía existen, aunque solo como una sombra de lo que fueron
antaño? En “”El Mundo Que Fue y Será” (The
Once and Future World) el periodista
J.B Mackinnon cita registros de siglos recientes que advierten de lo que acabamos
de perder: “En el Atlántico Norte, un
banco de bacalao atascaba a un barco en mitad del océano; cerca de Sydney,
Australia, el capitán de un barco navega desde la mañana hasta la puesta de sol
a través de manadas de cachalotes que se extendían hasta donde alcanza la
vista…los pioneros en el Pacifico se quejaban a las autoridades porque las
salpicaduras de los salmones amenazaban con inundar sus canoa.” Había noticias de leones en el sur de
Francia, morsas en la desembocadura del Támesis, bandadas que pájaros que
tardaban tres día en pasar, y hasta 100 ballenas azules en el Océano Meridional
por cada una que vemos ahora. “Estas no
son visiones de alguna época lejana de fuego y hielo,” escribe MacKinnon.
“Estamos hablando de cosas vistas por ojos humanos, recordadas por memorias
humanas.”
Lo que estamos perdiendo no es solo la parte diversa de
la biodiversidad, sino también la parte bio: La vida es pura cantidad. Mientras estaba escribiendo esté artículo,
los científicos han descubierto que la colonia de pingüinos rey más grande de
mundo ha descendido en un 88 por ciento en 35 años, que más del 97 por ciento
del atún de aleta azul que antes vivía en el océano ha desaparecido. El número de juguetes Sophie la Jirafa
vendidos en Francia en un solo año es nueve veces superior al número de jirafas
que todavía viven en África.
Encontrar consuelo en la supervivencia de unos pocos
adalides simbólicos ignora el valor de la abundancia, de un mundo natural que
prospera con su riqueza, su complejidad y su interacción. Los tigres, por ejemplo, todavía existen,
pero eso no cambia el hecho de que en el 93 por ciento de las tierras donde
antes solían vivir ahora no haya tigres.
Esto importa por algo más que por razones románticas: los animales
grandes, especialmente los depredadores en lo alto de la cadena como los
tigres, conectan ecosistemas entre si y mueven energía y recursos entre ellos
simplemente por caminar, comer, defecar y morir. (En las profundidades del
océano, el cadáver de una ballena forma la base de ecosistemas enteros en
lugares pobres de nutrientes.) Un resultado de su pérdida es lo que conocemos
como la cascada trófica, el desarme del tejido de un ecosistema cuando la
población de presas crece y disminuye y los distintos niveles de las cadenas
alimenticias dejan de autorregularse.
Estos lugares, en multitud de
maneras imperceptibles, están más vacíos, más empobrecidos.
Los científicos han empezado a hablar de extinción
funcional (en lugar de la más familiar extinción numérica). Los animales y las plantas funcionalmente
extintos están todavía presentes pero ya no son lo suficientemente prevalentes como
para afectar el funcionamiento del ecosistema.
Algunos lo explican como la extinción no de especies, pero de sus antiguas
interacciones con sus ecosistemas –una extinción de la dispersión de semillas, de
la depredación, de la polinización y de todas las funciones ecológicas que
antes tenía un animal, puede tener efectos devastadores incluso si algunos de
estos animales todavía persisten.
Cuantas más interacciones se pierdan, más desordenado se convierte el
ecosistema. En 2013, un artículo en
Nature, que mostraba tanto cadenas de alimentación naturales como cadenas generadas
por ordenador, sugería que una pérdida de incluso un 30 por ciento de la
abundancia de una especie puede ser tan desestabilizador que otras especies pueden
comenzar a extinguirse numéricamente en su totalidad – de hecho, un 80 por
ciento de las veces, era una criatura afectada secundariamente la que
desaparecía primero. Un ejemplo famoso
del mundo real de ese tipo de cascada está relacionado con las nutrias
marinas. Cuando casi se extinguen
completamente del Pacifico norte, sus presas, los erizos de mar progresaron y diezmaron los bosques de algas marinas,
convirtiendo un medio antaño rico en un desierto, y contribuyendo posiblemente
a extinciones numéricas, como la de la vaca marina de Staller.
Los ecologistas tienden a centrarse en especies raras que
están en peligro, pero son las comunes, por su abundancia, las que alimentan
los sistemas vivos de nuestro planeta.
La mayoría de las especies no son comunes, pero dentro de muchos grupos
animales, la mayor parte de los individuos –un 80 por ciento de ellos-
pertenecen a especies comunes. Como la lenta llegada de ocaso, sus declives
pueden ser difíciles de ver. El buitre
dorsiblanco bengalí casi desaparece de la India antes de que hubiese una
concienciación general sobre su desaparición.
Cuando Kevin Gaston, un profesor de biodiversidad y conservación de la
Universidad de Exeter, describía este fenómeno en la publicación BioScience, decía:
“Los humanos parecen innatamente mejor preparados para detectar la perdida completa
de una característica medioambiental que de su cambio progresivo.”
Además de la extinción (la pérdida completa de una
especie) y la extirpación (una extinción localizada) los científicos ahora
hablan de defaunación: la pérdida de individuos, la pérdida de abundancia, la pérdida
de la animalidad absoluta de un lugar. En un artículo de Science de 2014, los
investigadores argumentan que el término debería ser tan común, e influyente,
como el concepto de deforestación. En
2017 otro artículo informaba de grandes pérdidas en poblaciones y en rango que se
extendían incluso hasta las especies consideradas en bajo riesgo de extinción.
Predecían “consecuencias en cascada negativas en el funcionamiento y servicios
de ecosistemas vitales para sustentar la civilización” y los autores ofrecían
otro término para denominar la pérdida generalizada de la fauna salvaje del
mundo: “aniquilación biológica.”
Se estima que desde 1970, las diversas poblaciones de
animales salvajes terrestres de la Tierra han perdido, de media, un 60 por
ciento de sus miembros. Centrándonos en la categoría con la que estamos más
relacionados, los mamíferos, los científicos creen que por cada seis criaturas
salvajes que una vez comieron, rebuscaron y criaron, solo queda una. Lo que tenemos en su lugar es a nosotros
mismos. Un estudio publicado este año en
la revista científica de la Academia Nacional de Ciencias (Proceedings of the National Academy of Sciences) encontraba que si
consideramos el peso de los mamíferos mundiales, el 96 por ciento de esa
biomasa corresponde a los humanos y al ganado; mientras que solamente el 4 por
ciento corresponde a animales salvajes.
Hemos empezado a hablar de la vida en el Antropoceno, un
mundo modelado por los humanos. Pero
E.O. Wilson, el naturalista y profeta de la degradación medioambiental, ha
sugerido otro nombre: El Eremoceno, la edad de la soledad.
Wilson comenzó su carrera como un entomólogo taxonómico,
estudiando hormigas. Los insectos –lo
más alejado que puedes encontrar de la mega fauna carismática- no son lo que
normalmente nos viene a la mente cuando hablamos de biodiversidad. Sin embargo, son, en palabras de Wilson, “las
cositas pequeñas que dirigen el mundo natural.” Y lo dice literalmente. Los insectos son un caso práctico de la
importancia invisible de lo común.
Los científicos han
intentado calcular
los beneficios que aportan los insectos en grandes cantidades, solamente
haciendo lo que suelen hacer. Trillones
de insectos revoloteando de flor en flor polinizando tres cuartos de nuestras
cosechas, un servicio que vale unos 500 mil millones de dólares al año. (Este cálculo no tiene en cuenta el 80 por
ciento de las plantas con flores, los bloques de los cimientos de la vida en
todas partes, que dependen de los insectos para su polinización.) Si estos cálculos monetarios suenan extraños,
piensa en el Valle Maoxian en China,
donde la falta de insectos polinizadores ha hecho que los granjeros contraten
trabajadores, a un coste de 19 dólares al día, para reemplazar a las
abejas. Cada persona cubre de cinco a
diez arboles al día, polinizando los capullos de los manzanos a mano.
Comiendo y siendo comidos, los insectos transforman las
plantas en proteínas e impulsan el crecimiento de numerosas especies –incluidos
los peces de agua dulce y una mayoría de aves-
que dependen de ellos para alimentarse, sin mencionar a todas las
criaturas que se comen a esos animales.
Nos preocupamos de salvar el oso grizzli, dice el ecologista Scott
Hoffman Black, pero ¿a dónde va el grizzli sin la abeja que poliniza las bayas
que come o sin las moscas que alimentan a las crías de los salmones? De la
misma manera, ¿Dónde quedamos nosotros?
Los insectos son vitales para el proceso de descomposición
que mantiene circulando a los nutrientes, un suelo fértil, plantas creciendo y
ecosistemas funcionando. El papel que juegan es mayormente invisible, hasta que
de repente no lo es. Después de
introducir ganado en Australia a finales del siglo XIX, los colonos en seguida
se encontraron sobrepasados con el problema de sus heces: Por alguna razón, allí,
las heces de vaca tardaban meses o incluso años en descomponerse. Las vacas se negaban a comer cerca del olor y
necesitaban más y más tierra para pastar, y tantas moscas criaban en las pilas de
heces, que el país comenzó a ser famoso por los sombreros que los ganaderos
llevaban para mantenerlas alejadas. No
fue hasta 1951 cuando un entomólogo que estaba de visita se dio cuenta de cuál
era el problema: los insectos locales habían evolucionado para comer las heces
más fibrosas de los marsupiales y no podían encargarse de los excrementos de
vaca. Durante los 25 años siguientes, la importación, cuarentena y suelta de docenas de especies de escarabajos peloteros
se convirtió en prioridad nacional. Y
eso fue debido a un solo nicho vacío.
(En los Estados Unidos, los escarabajos peloteros ahorran a los
rancheros aproximadamente 380 millones de dólares.) Simplemente no conocemos todo lo que hacen
los insectos. Solamente un 2 por ciento
de las especies invertebradas se han estudiado lo suficiente como para poder
estimar si están en peligro de extinción, pero no los peligros que su extinción
pueda plantear.
Cuando se les pide que imaginen que pasaría si los
insectos desapareciesen completamente, los científicos encuentran palabras como
caos, colapso, Armagedón. Wagner, un
entomólogo de la Universidad de Connecticut, describe un mundo sin flores con
bosques silenciosos, un mundo de estiércol, hojas viejas y cadáveres en
descomposición acumulándose en ciudades y cunetas, un mundo de “colapso o
decadencia, de erosión y de pérdida que se extendería por los ecosistemas”-
moviéndose en espiral desde depredadores a plantas. E. O. Wilson ha escrito sobre un mundo libre
de insectos, un lugar donde la mayoría de las plantas y animales terrestres se
extinguen; donde los hongos proliferan, durante un tiempo, alimentándose de la
muerte y la putrefacción; y donde “la especie humana sobrevive, capaz de volver
a los granos polinizados por el aire y a la pesca marina” a pesar de grandes
hambrunas y guerras por los recursos.
“Aferrándose a la supervivencia en un mundo devastado, y atrapados en
una edad ecológica oscura,” añade, “los supervivientes ofrecerán oraciones para
la vuelta de la maleza y de los insectos.”
Pero lo más decisivo del fenómeno de las lunas, la razón
por la que la insidiosa sospecha de cambio es tan espeluznante, es que los
insectos no tendrían que desaparecer para que nos encontremos echándolos de
menos por razones que van más allá de la nostalgia. En octubre, un entomólogo me envió un correo
electrónico con la línea de asunto que decía, “Maldita sea” y un adjunto: un
estudio reciente publicado en la Revista Científica de la Academia Nacional de
Ciencias que había titulado “Krefeld viene a Puerto Rico” El estudio incluía
datos desde los años 70 hasta principios de esta década, cuando un ecologista
tropical llamado Brad Lister volvió a la selva donde había estudiado a los
lagartos –y muy importante, también a sus presas- hace 40 años. Lister preparó trampas pegajosas y redes que
colocaba en el follaje en los mismos lugares en los que lo había hecho hace 40
años, pero esta vez, él y el coautor del trabajo, Andrés García, cogieron
muchísimas menos muestras: entre 10 y 60 veces menos biomasa de artrópodos que
antes (es fácil leer ese número como un 60 por ciento menos, pero es seis veces
menos: donde antes se capturaban 473 miligramos de insectos, Lister estaba ahora
recogiendo solamente ocho miligramos) “Era devastador”, me dijo Lister. Pero incluso más aterradora era la manera en
la que las pérdidas se estaban extendiendo por el ecosistema, con serios
declives en el número de lagartos, aves y ranas. El estudio relataba “una cascada trófica
desde abajo y el consiguiente colapso de la cadena alimenticia del bosque.” El
buzón de Lister pronto se llenó de mensajes de especialistas, sobre todo de los
que estudiaban a invertebrados terrestres, diciéndole que estaban observando
declives similares. Incluso después de
sus nefastos hallazgos, Lister encontró estos otros resultados sorprendentes
“no tenía ni idea de la crisis de las lombrices.”
Lo extraño del asunto, decía Lister, es que aunque sean
abrumadores, todos los declives que él documentó, serían básicamente invisibles
para cualquier persona normal que anduviese por la selva de Luquillo. Durante su última visita, la selva todavía se
sentía “eterna” y “fantasmagórica”, con “sus cascadas y sus alfombras de
flores.” Tendrías que ser un experto para darte cuenta de lo que falta. Pero él anticipa que estas pérdidas empujaran
a la selva hacia un punto de inflexión, después del cual “habrá una perdida
repentina y dramática de los sistemas de la selva,” y los cambios se volverán
obvios para todo el mundo. El lugar que
el ama se convertirá en algo irreconocible.
Los insectos de la selva que estudió Lister no se han
tenido que enfrentar a pesticidas o la perdida de hábitat, los dos problemas a
los que el estudio de Krefeld apuntaba.
En su lugar, Lister atribuye este declive al cambio climático, que ha
aumentado las temperaturas en Luquillo en dos grados centígrados desde que
Lister tomó muestras la primera vez.
Estudios anteriores sugerían que los insectos tropicales serían
atípicamente sensibles a los cambios de temperatura; en noviembre, científicos
que expusieron a escarabajos de laboratorio
a una ola de calor declararon que un aumento de las temperaturas disminuía
su fertilidad. Otros científicos se
preguntan si podría ser por las sequias producidas por el clima cambiante o por
una posible invasión de ratas o simplemente por “una muerte por miles de
heridas” –una confluencia de diversos cambios que suceden en lugares donde
antes abundaban los insectos.
Como las otras especies, los insectos están respondiendo
a lo que Chirs Thomas, un ecologista de los insectos en la Universidad de York,
ha denominado “la transformación del mundo”: no solo cambios en el clima sino
también la transformación, por la urbanización, intensificación de la
agricultura, etc. de los espacios naturales en artificiales para los humanos,
con cada vez menos recursos para que las criaturas no humanas puedan vivir. Los
recursos que quedan están a menudo contaminados. Hans de Kroon caracteriza la vida de muchos
de los insectos modernos como un intento de sobrevivir yendo de un oasis
menguante al siguiente pero con “un desierto entre ellos, y en el peor de los
casos, un desierto venenoso.” Los
neonicotinoides que son neurotóxicos y que se creía solamente afectaban a las
plagas de los cultivos preocupan particularmente ya que resulta que se acumulan
en el terreno y son consumidos por toda
clase de insectos. La gente habla de la
“pérdida” de abejas por un colapso desordenado de colonias, y parece que es la
definición correcta: las colmenas afectadas no están llenas de abejas muertas,
simplemente están misteriosamente vacías.
Una destacada teoría es que la exposición a bajos niveles de neurotóxinas
deja a las abejas incapaces de encontrar su camino a casa. Incluso las colmenas expuestas a bajos
niveles de neonicotinoides muestran una menor recogida de polen y una menor
producción de huevos y de reinas.
Estudios recientes han encontrado que las abejas viven mejor en las
ciudades que en el campo.
La diversidad de insectos significa que algunos se las
arreglarán para sobrevivir en ambientes nuevos, algunos progresarán (abundancia
en dos sentidos: los monocultivos agrícolas, lugares donde solo crece una clase
de planta, permiten que algunas plagar alcancen niveles de población que nunca
hubiesen conseguido en la naturaleza) y algunos, buscando comida y cobijo en un
mundo totalmente distinto al que están acostumbrados, perecerán. Mientras nosotros necesitamos más datos para
entender mejor las razones o los mecanismos detrás de estas subidas y bajadas,
Thomas dice que “la media de todas las especies esta todavía en declive”
Desde que el estudio
Krefeld salió a la
luz, los investigadores han comenzado a buscar información en otros depósitos
olvidados que puedan ofrecer ventanas al pasado. Algunos de los investigadores de la Radboud
han analizado datos a largo plazo, que pertenecen a sociedades entomológicas
danesas, sobre escarabajos y polillas en ciertas reservas; han encontrado
caídas significativas (72 por ciento, 54 por ciento) que reflejan los resultados de Krefeld. Roel van Klink, un investigador del Centro de
Investigación Integrada sobre la Biodiversidad, me dijo que antes de Kerfeld,
él, al igual que la mayoría de los entomólogos, nunca había estado interesado
en la biomasa. Ahora está buscando
colecciones de datos históricas –muchos de los cuales comenzaron como estudios
de plagas agrícolas, como es el estudio que se ha hecho durante décadas de los
saltamontes en Kansas- que puedan ayudar a crear una imagen más clara de lo que
está pasando con las criaturas que son a la vez abundantes y están en
peligro. Hasta ahora él ha encontrado
datos olvidados en colecciones de 140 años para 1.500 ubicaciones, que pueden
volver a ser muestreadas.
En los Estados Unidos, una de las pocas colecciones de
datos a largo plazo sobre la abundancia de insectos viene del trabajo de Arthur
Shapiro, un entomólogo de la Universidad de California, Davis. En 1972, comenzó a cubrir segmentos de
terreno en el Valle Central y en las Sierras, contando mariposas. Planeaba hacer un estudio sobre como las
variaciones climáticas afectaban a las poblaciones de mariposas. Pero cuantas más muestras tomaba, más
valiosos se hacían sus datos, ofreciendo una señal a través del ruido de las
subidas y bajadas estacionales. “Y aquí
estoy en el Año 46,” dijo, casi medio siglo después de pasar cinco días a la
semana, desde finales de primavera a finales de verano, observando
mariposas. En ese tiempo ha visto
descender la cantidad general y desaparecer a algunas especies que solían estar
por todos los lados –incluso especies
que “todo el mundo consideraba como especies de segunda” solo hace unas décadas
–. Shapiro cree que es muy probable
que los niveles de descenso Krefeld estén sucediendo por todo el planeta. “Pero, por supuesto, yo no cubro el mundo
entero. Cubro el I-80.”
Hay también nuevos intentos de establecer más programas para
monitorizar de insectos del tipo que los investigadores desean que hubiesen
existido hace décadas, para, por lo menos, reflejar así nuestro actual
desaliento. Uno de ellos es un proyecto
piloto en Alemania, parecido al estudio con el coche de Dinamarca. Para analizar lo que se recoge, los
investigadores cuentan con naturistas voluntarios, similares a los que participaron
en el Krefeld, con conocimientos suficientes para saber lo que están buscando. “No son especies fáciles de identificar”,
dice Aletta Bonn, del Centro alemán de Investigación Integrada sobre la
Biodiversidad, que está dirigiendo el proyecto. (Las habilidades necesarias
para este trabajo “son realmente extremas”, dice Dunn. “Estas personas se forman durante décadas con
otros amateurs para ser capaces de identificar escarabajos basándose en sus
genitales.”) A Bond le gustaría poder pagar a los voluntarios por su
experiencia, dice, pero la financiación no ha entendido la crisis. Eso no ha impedido a los “amateurs” estar
dispuestos a ayudar: “Ellos dicen, ´sentimos curiosidad por lo que hay ahí, queremos tener muestras.`”
Goulson dice que la tradición europea del naturalismo
amateur puede ser la explicación de
porqué tantas de las pistas del declive de la biodiversidad de los insectos se
han originado allí. (El diseño de la red
sobre la baca del coche de Tottrup en Dinamarca, por ejemplo, estaba adaptado
de una invención de un entregado coleccionista de escarabajos aficionado.) Con lo poco que sabemos sobre el estado de
los insectos europeos, todavía sabemos significativamente menos sobre los de
otras partes del mundo. “No sabríamos
nada si no fuese por ellos,” los llamados amateurs, me dijo Goulson. “Contaríamos solamente con el hecho de que no
hay insectos en las lunas de los coches.”
Thomas cree que la tradición naturalista es también el
motivo por el que Europa está actuando con más rapidez que otros lugares –como por
ejemplo, los Estados Unidos- para abordar el declive de los insectos: el interés lleva al seguimiento, que lleva a
la concienciación, que lleva a la preocupación y finalmente a la acción. Desde que los datos Krefeld se diesen a
conocer, ha habido sesiones sobre la protección de la biodiversidad de los
insectos en el Bundestag alemán y en el Parlamento Europeo. Los estados miembros de la Comunidad Europea
han votado la extensión de la prohibición de pesticidas neonicotinoides y han
empezado a invertir en nuevos estudios sobre cómo está cambiando esa
abundancia, que está causando esos cambios y que se puede hacer. Cuando llamé a la puerta de la oficina de
Kroon, en la Universidad de Radboud en la ciudad holandesa de Nijmegen, estaba
ojeando algunas fotos de otra reunión que había tenido ese mismo día:
Willem-Alexander, el rey de los Países Bajos, había visitado los trabajos que
en la ciudad se estaban realizando para
hacer la ribera del rio un hábitat más apto para los insectos.
Sin embargo, para detener el declive de los insectos será
necesario hacer mucho más que eso. La
Unión Europea ya tenía medidas en vigor para ayudar a los polinizadores –que
incluían medidas más estrictas que las de los Estados Unidos en regulación de
pesticidas, y pagaba a los agricultores para que creasen hábitats para insectos,
dejando campos en barbecho y permitiendo crecer los bordes naturales junto a
los campos cultivados –pero la población de insectos cayó igualmente. Los nuevos estudios exigen que los gobiernos
nacionales colaboren; en estrategias más creativas sobre cómo pueden integrare
los habitas de los insectos en el diseño de las carreteras, líneas eléctricas,
vías de ferrocarril y otras infraestructuras, y, como siempre, en la
elaboración de más estudios. Los cambios
necesarios, como las causas, pueden ser profundos. “Es simplemente otra indicación de que estamos
destruyendo el sistema del planeta que mantienen la vida,” dice Lister del
estudio sobre Puerto Rico. “La
naturaleza es fuerte, pero la estamos empujando hacia tales extremos que
finalmente el sistema colapsará.”
Los científicos esperan que los insectos tengan la
oportunidad de dar cuerpo a esa fortaleza.
Mientras los tigres tienden a parir tres o cuatro crías cada vez, en
cierta ocasión se registró que una polilla fantasma en Australia había puesto
29.100 huevos, y que todavía le quedaban 15.000 en los ovarios. La abundante fecundidad, que es una
característica singular de los insectos, debería permitirles recuperarse, pero
solo si se les da el espacio y la oportunidad de hacerlo.
“Es un debate que
necesitamos tener urgentemente,” dice Goluson.
“Si perdemos a los insectos, la vida en la tierra…” y se fue apagando haciendo
una pausa que me pareció eterna.
En Dinamarca, los recorridos de Sune Boye Riss en
su coche con la red le llevaron a pasar por bosques, céspedes urbanos, setos,
un criadero de árboles de navidad. Lo
más cercano a una pradera fue un gran terreno militar, donde habían dejado
crecer la hierba alta y dorada. Riis
había recibido instrucciones de no conducir muy deprisa, así que se creó una
fila de coches detrás de nosotros, algunos
comenzaron a tocar la bocina. “En
fin” dijo Riis, “en lo que queda la ciencia”.
Después de casi cinco kilómetros, se dio la vuelta y regresó a donde
había salido. La luna de su coche
permanecía irónicamente limpia.
Riis tenía cuatro amigos que también participaron en el
estudio. Habían hecho una apuesta entre
ellos: ¿Quién cazaría el bicho más grande? “Voy casi el último,” dijo
Riis. “Un abejorro esta en cabeza,” ¿su
captura más grande? Una mosca, y ni siquiera fue una mosca grande.”
Al final de su recorrido, Riis paró en otro punto peligroso
en la cuneta, soltó la red y quitó la pequeña bolsa que tenía en su punta. Algunos voluntarios, cautivados por lo que el
estudio revelaba del mundo que les rodea, pidieron a los organizadores bolsas de especímenes
extra, para poder recoger más muestras por su cuenta. Algunos incluso preguntaron si podían comprar
el artilugio que se colocaba en los coches.
Riss, sin embargo, se contentaba con mirar a través de la red, dentro de
la cual podía distinguir varias manchas negras de distinta pequeñez.
Había también una mariposa, delicada y de alas blancas. Riis se acordó de la apuesta con sus amigos,
para quienes el significado de grandeza no estaba definido. Se preguntó cómo la considerarían. ¿Qué daba
valor a una criatura?
¿Es el peso? Preguntó, mirando fijamente a la
mariposa. En la gran bolsa parecía
pequeña, triste y sola. ¿O
es su gracia?”
Brooke Jarvis es colaboradora de la revista. Su último artículo trataba sobre los niños
americanos hijos de padres indocumentados.