Debemos reconocer que lo ocurrido a lo largo de estos días de mayo en Gaza no es nuevo. Es el cuarto asalto militar israelí sobre la Franja de Gaza desde que el enclave fue sometido a un bloqueo en 2007 y considerado un territorio hostil. Esta vez nos han llegado imágenes más impactantes que en otras ocasiones y ha habido menos víctimas, como gusta al público que lo ve desde lejos.
En el lado palestino, la crisis se salda con más de dos centenares de civiles muertos, miles de heridos, centenares de edificios e instalaciones básicas arrasados. Un destrozo que hunde a Gaza aún más en la miseria. En el lado israelí ha habido una docena de muertos, decenas de heridos y algunos daños materiales, más que en ocasiones anteriores pero sin comparación con lo que ha encajado Gaza. Con una novedad, ha vuelto esa olvidada sensación de poder ser víctima de un proyectil de los desharrapados de la Franja.
De nuevo Israel ha hecho gala de su superioridad tecnológica militar, tanto defensiva como ofensiva, alimentando el gustillo de los militaristas y desalmados que desde lejos glorifican a un Estado que ha normalizado la masacre de civiles. Pero por mucho que haya recibido el espaldarazo de muchos gobiernos amigos, apoyando su derecho a defenderse ante la agresión de Hamás, ha cargado con un vastísimo rechazo internacional.
Su imagen ha bajado unos cuantos peldaños. Indudablemente esto le duele pero es soportable. Gaza ha quedado aún más maltrecha y malherida. Hace tiempo que es un lugar inhabitable, sin apenas recursos y dependiente de la ayuda exterior. Hoy lo es mucho más. Ya no disponemos de calificativos aplicables a esta situación.
¿Cómo se debe nombrar a un enclave donde se retiene a dos millones de personas que no sólo no es apto para vivir sino que se hace aún más invivible con esta destrucción? Pronto se hará balance de daños y la comunidad internacional convocará la enésima conferencia de donantes para la reconstrucción y la asistencia a la población. Un ejercicio necesario pero que puede tornarse en perverso si no se acompaña de medidas políticas para cambiar de una vez por todas la situación.
Pero este último episodio de violencia pone en evidencia algunas claves de la cuestión palestina y qué puede ocurrir ahora.
CUESTIÓN CLAVE DE LA AGENDA INTERNACIONAL
La primera es que la crisis de mayo ha desbaratado el discurso dominante desde las revueltas árabes de 2011 de que la cuestión palestina había pasado a segundo plano y que no importaba a las sociedades árabes o a nivel internacional.
Este discurso no era tanto fruto de un análisis objetivo sino una descarada voluntad de encubrimiento: poner la mira en Siria, Irán o en la reconfiguración de alianzas regionales permitía a Israel seguir profundizando la ocupación con total impunidad.
Los aprendices geopolitólogos rápidamente se convirtieron en portavoces de este discurso. Sin embargo, el castillo de naipes se ha desmoronado. En estos días han tenido lugar vastas movilizaciones populares, no sólo en los países árabes sino en las cuatro esquinas del mundo.
Los mensajes oficiales se han visto arrollados por la información alternativa a través de las redes sociales. Muchos analistas críticos han subido el tono de sus valoraciones. La crítica anticolonial ha ganado una relevancia nunca vista. Palestina se ha impuesto de nuevo como una cuestión clave de la agenda regional e internacional.
La segunda es que la crisis ha recordado que la cuestión palestina tiene varias dimensiones imbricadas y conectadas, incluye los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza, las comunidades de refugiados en los países vecinos y los palestinos dentro de Israel y en la diáspora. Los prolegómenos de la crisis tuvieron lugar en Sheikh Jarrah, un barrio de Jerusalén, se extendieron a la Ciudad Vieja, de ahí a las comunidades palestinas dentro de Israel y finalmente a Gaza.
Incluso se movilizaron las poblaciones de los países vecinos con asaltos a las vallas en las fronteras con Jordania y Líbano. La represión recayó sobre todos. Pero la respuesta también ha sido unitaria. El 18 de mayo tuvo lugar una huelga general que paró Cisjordania, Jerusalén y el sector árabe en Israel. Una acción unitaria palestina sin precedentes que confronta la estrategia israelí de fragmentar a los palestinos.
La crisis de mayo deja una grave secuela dentro de Israel. Ha profundizado la principal brecha existente en Israel, la que separa a judíos y palestinos con ciudadanía israelí. Recordemos que un quinto de la población israelí es palestina desde el punto de vista étnico y nacional y siempre ha sido considerada un cuerpo extraño, ajena al ethos nacional y sometida a discriminación institucionalizada. La represión contra las manifestaciones de estos palestinos ha llegado a niveles nunca vistos en numerosas ciudades mixtas y pueblos árabes.
Especialmente llamativas fueron las ratonnades y los saqueos a manos de radicales sionistas y de colonos desplazados desde Hebrón que además contaron con la protección de la policía. Esta violencia intraisraelí e intercomunitaria y el afloramiento de brutales muestras de racismo asestan un golpe definitivo a la supuesta democracia israelí, difícil de restañar y que tendrá sin lugar a dudas consecuencias definitivas.
Independientemente de la oportunidad y efectividad política de la respuesta de la resistencia armada palestina en Gaza, Hamas y Yihad Islámica han sorprendido a todos con su tenacidad y crecida capacidad de fuego. Israel no se esperaba que con las restricciones del bloqueo hubieran acumulado tal arsenal y que sus mejoras técnicas les permitieran bombardear los grandes núcleos urbanos israelíes.
Esta cuestión vuelve a poner sobre la mesa el debate sobre la estrategia palestina, sea privilegiando la estatalidad o recuperando la dimensión de movimiento de liberación nacional de la OLP. Los palestinos tienen ante si una necesidad inminente de reconfigurar su movimiento y definir una estrategia nacional que se ha visto profundamente debilitada desde el Proceso de Oslo y a lo largo de estos últimos años.
LA ARROGANCIA Y LA INSOLENCIA
La crisis llama también la atención a la comunidad internacional, tanto a Naciones Unidas como a los países más implicados y a los Estados de la región, así como a la Unión Europea, sobre cómo construir de manera multilateral un marco de resolución del conflicto.
La quimera de Oslo lleva muerta varios años. Quedó patente que sólo sirvió para desresponsabilizar al ocupante israelí y permitirle profundizar la ocupación. Se ha olvidado el absurdo Plan de Trump-Kushner (el llamado acuerdo del siglo, presentado en enero de 2020) que partía de la premisa de la rendición absoluta de los palestinos y consistía en construir un nuevo orden regional basado en la economía en manos de Israel.
Los recientes acuerdos de normalización de relaciones entre Israel y ciertos países árabes acogidos con alboroto, hoy se muestran como lo que realmente son: un mecanismo de apoyo mutuo entre regímenes impresentables o fruto de la extorsión. Esta normalización puede ser un serio problema para la estabilidad interna de algunos de estos países.
Es hora por lo tanto de revisar si la idea original de resolver el conflicto mediante la estatalidad palestina (la solución de dos Estados) es suficiente o no, o si hay que incluir la descolonización y la democratización como elementos de la ecuación. Finalmente, la crisis de mayo ha puesto en evidencia la realidad israelí, su deriva iliberal en los últimos años se ha tornado en agresividad y brutalidad en estado sumo.
La fuerza militar de choque no se ha abatido sólo sobre Gaza, su intención ha sido aterrorizar, con todos los medios disponibles, a todos los palestinos allí donde estuvieran, incluso dentro de Israel. Esto nos hace pensar que a veces la demostración desmesurada de poder, el vértigo del dominio, encubre en realidad una debilidad.
Aunque Israel alardee de desarrollo económico y tecnológico, y de una gestión eficiente de la pandemia, las cosas no le van nada bien. Ha tenido cuatro elecciones en dos años y la última ha dado lugar al Parlamento con más ultras y extremistas en la historia del país.
Hoy incluso los sionistas liberales -que tan buena acogida tienen en Europa- consideran que la deriva del país en los últimos quince años ha pervertido el proyecto original y que se corre el peligro de arruinarlo de manera definitiva, dando lugar a un monstruo peligroso para su población, sus vecinos y el orden internacional.
Cabe preguntarse si el proyecto sionista es remediable o corregible porque no hay colonialismos moderados, buenos o inocuos. El gran especialista francés de la cuestión israelo-palestina Dominique Vidal utilizaba recientemente, con un extremo atino, el símil de la hibris para calificar la deriva del Estado de Israel.
En la mitología griega antigua este término designaba la desmesura del orgullo y de la arrogancia, la insolencia, la transgresión de los límites impuestos por los dioses a los hombres. La hibris era un castigo de los dioses contra el hombre que ha perdido la consciencia del lugar que le corresponde en el universo o en la sociedad.
Un proverbio griego rezaba que «aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco». Desde su creación, a Israel se le ha consentido actuar fuera de las normas. Hoy Israel, tanto su gobierno como gran parte de su sociedad, están sumidos en una espiral de degradación, de violencia y de irracionalidad que quizás augure cambios radicales en la situación de Oriente Medio y el fin del Estado colonial.
El alto el fuego entre Hamas e Israel es bienvenido pero eso no significa paz. La paz requiere mucho más: el fin de la ocupación, el levantamiento del bloqueo a Gaza, una solución justa para los cinco millones de refugiados, el fin del apartheid en Israel y un Estado propio y soberano para los palestinos en su tierra.
(*) Profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid. Coautor del libro Entre España y Palestina / Revisión crítica de unas relaciones. Catarata. 2018.