El verdadero 'señor de las moscas': qué pasó cuando seis chicos naufragaron durante 15 meses



 






El naufragio de un grupo de estudiantes en una isla en 1965 resultó ser muy diferente a la historia de William Golding. 

Para The Guardian Traducido por Eva Calleja 


Durante siglos la idea de que los humanos son criaturas egoístas ha impregnado la cultura occidental. Esa imagen cínica de la humanidad se ha proclamado en películas y novelas, en libros de historia y en investigaciones científicas. Pero en los últimos 20 años, ha pasado algo extraordinario. Científicos de todo el mundo se han centrado en una visión más esperanzadora de la humanidad. 

Estas investigaciones son todavía tan nuevas que a menudo los investigadores de los distintos campos ni siquiera saben que los otros existen. Cuando empecé a escribir un libro sobre esta visión más esperanzadora, sabía que había una historia que tenía que abordar. Sucede en una isla desierta en el Pacifico. Un avión se estrella. 

Los únicos supervivientes son unos estudiantes británicos, que no pueden creer lo afortunados que son. Kilómetros de playas, conchas y agua. Y los mejor: sin adultos. El primer día los chicos instituyen una especie de democracia. Uno de los chicos, Ralph, es elegido como líder del grupo. Atlético, carismático y guapo, su plan es simple: 

1) Divertirse. 
2) Sobrevivir. 
3) Hacer señales de humo para los barcos que pasen. 

El número uno es un éxito. ¿Los otros? no tanto. Los chicos están más interesados en comilonas y juegos que en atender el fuego. Al poco tiempo empiezan a pintarse las caras. Se deshacen de la ropa. Y desarrollan unas ansias enormes de dar patadas, picos y mordiscos. Para cuando un oficial de la armada británica llega a la orilla, la isla es un erial quemado. 

Tres de los niños han muerto. “Hubiera imaginado,” dice el oficial, “que un grupo de chicos británicos habría sido capaz de hacerlo mejor.” Con esto, Ralph se echa a llorar. “Ralph lloró por la pérdida de la inocencia,” leemos, y por “la oscuridad dentro del corazón de los hombres”. Esta historia nunca sucedió. Un maestro inglés, William Golding, se la inventó en 1951, su novela El señor de las moscas vendería decenas de millones de copias, se traduciría a más de 30 idiomas y se consideraría uno de los clásicos del siglo 20. En retrospectiva, el secreto del éxito del libro está claro. 

Golding tenía la capacidad de retratar las profundidades más oscuras de la humanidad. Por supuesto, tenía el espíritu de los años 60 de su lado, cuando una nueva generación estaba cuestionando a sus padres por las atrocidades de la segunda guerra mundial. ¿Auschwitz había sido una anomalía, querían saber, o hay un nazi escondido dentro de cada uno de nosotros? La primera vez que leí El señor de las moscas era adolescente. 

Recuerdo sentir desilusión después de leerlo, pero ni por un momento pensé en dudar de la visión de Golding sobre la naturaleza humana. Eso no ocurrió hasta unos años después cuando empecé a indagar sobre la vida del autor. Me enteré de lo infeliz que había sido: alcohólico, propenso a las depresiones, un hombre que pegaba a sus hijos. “Siempre he entendido a los nazis,” confesó Golding, “porque yo soy de esa clase de naturaleza.” 

Y fue “en parte por ese triste autoconocimiento” que escribió El señor de las moscas. Empecé a preguntarme: ¿había estudiado alguien alguna vez lo que harían niños reales si se encontrasen solos en una isla desierta? Escribí un artículo sobre el tema, en el que comparaba El señor de las moscas con conocimientos científicos modernos y llegué a la conclusión de que, con total probabilidad, los niños se habrían comportado de manera diferente. Los lectores respondieron con escepticismo. Todos mis ejemplos eran de niños en casa, en la escuela o en campamentos de verano. Por eso, comencé mi búsqueda de un señor de las moscas real. 

Después de rastrear por internet durante un tiempo, me encontré con un extraño blog que contaba una historia fascinante: “Un día, en 1977, seis chicos de Tonga salieron a pescar… después de una enorme tormenta los chicos naufragaron en una isla desierta. ¿Qué hizo esta pequeña tribu? Hicieron un pacto para no pelear nunca.” El artículo no mencionaba ninguna fuente. Pero a veces todo lo que se necesita es un poco de suerte. 

Un día, mirando en los archivos de un periódico, escribí mal el año y ahí estaba. La referencia a 1977 resulto ser un error tipográfico. En la edición australiana del 6 de octubre de 1966 del periódico The Age apareció un titular: “Sesión de domingo para los náufragos de Toga”. La historia trataba de seis chicos que habían sido encontrados tres semanas antes en una isleta rocosa al sur de Tonga, un grupo de islas en el océano Pacífico. 

Un capitán australiano había rescatado a los chicos después de que naufragaran en la isla de ‘Ata durante más de un año. Según el artículo, el capitán había conseguido que un canal de televisión grabara una reconstrucción de la aventura de los chicos. Estaba lleno de preguntas. ¿Los chicos seguían vivos? y ¿podría encontrar la grabación televisiva? Sin embargo, lo más importante, era que tenía una pista: el capitán se llamaba Peter Warner. 

Cuando lo busqué tuve otro golpe de suerte. En un artículo reciente de un periódico local de Mackay, Australia, me topé con el titular: “Amigos comparten un lazo de 50 años”. Al lado había una pequeña foto de dos hombres, sonriendo, uno de ellos con el brazo alrededor del otro. El artículo empezaba: “En lo más profundo de la plantación de bananas de Tullera, cerca de Lismore, se sientan una pareja de amigos poco convencional… 

El mayor de 83 años, es el hijo de un rico empresario. El más joven, 67, era literalmente hijo de la naturaleza.” ¿Sus nombres? Peter Warner y Mano Totau. Y ¿dónde se conocieron? En una isla desierta. Mi mujer Maartje y yo alquilamos un coche en Brisbane y unas tres horas después llegamos a nuestro destino, un lugar en medio de la nada que dejó perplejo a Google Maps. Aun así ahí estaba, sentado delante de una casa de techo bajo al lado del camino de tierra: el hombre que había rescatado a seis niños perdidos hace 50 años, el capitán Peter Warner. Peter era el hijo mayor de Arthur Warner, una vez uno de los hombres más ricos y poderosos de Australia. 

En los años 30, Arthur controlaba un gran imperio llamado Industrias Electrónicas, que dominaban el mercado de la radio del país en ese tiempo. Peter fue educado para seguir los pasos de su padre. En su lugar, a los 17 años, salió a la mar en busca de aventuras y paso los años siguientes navegando de Hong Kong a Estocolmo, de Shanghái a San Petersburgo. Cuando finalmente regresó cinco años más tarde, el hijo prodigo le mostró a su padre un certificado sueco de capitán. Poco impresionado Warner padre exigió a su hijo que aprendiera una profesión útil. ¿Cuál es la más fácil? preguntó Peter. “Contabilidad” mintió Arthur. Peter fue a trabajar a la empresa de su padre, sin embargo el mar todavía le atraía, y en cuanto pudo se fue a Tasmania, donde tenía su propia flota de pesca. Fue esto lo que le llevó a Tonga el invierno de 1966. De camino a casa dio un pequeño rodeo y es cuando la vio: una isla minúscula en un mar azul, ‘Ata. La isla había estado habitada una vez, hasta un oscuro día en 1893, en el que un barco negrero apareció en el horizonte y se llevó a los nativos. Desde entonces, ‘Ata había estado desierta, maldita y olvidada. 

Sin embargo Peter vio algo extraño. Mirando a través de sus prismáticos vio zonas quemadas en los verdes arrecifes. “En los trópicos es raro que los fuegos prendan espontáneamente” nos dijo medio siglo más tarde. Entonces vio a un chico. Desnudo. El pelo le llegaba a los hombros. Esta criatura salvaje salto del acantilado y se zambulló en el agua. De repente más chicos le siguieron, gritando a pleno pulmón. El primer chico no tardó mucho en llegar al bote. “Me llamo Stephen”, dijo en un inglés perfecto. “Somos seis y creemos que llevamos aquí 15 meses”. Los chicos, una vez a bordo, afirmaron ser estudiantes de un internado en Nuku’alofa, la capital de Toga. Aburridos de las comidas del colegio decidieron salir un día en un bote de pesca, y terminaron en medio de una tormenta. Una historia posible, pensó Peter. 

Usando su radio, llamó a Nuju’alofa. “Aquí tengo seis chicos”, le dijo al operador. “Espera” fue la respuesta. Pasaron veinte minutos. (Cuando Peter relata esta parte de la historia, se le nublan un poco los ojos) Finalmente, una operadora muy emocionada y llorando se escuchó en la radio y dijo: “¡Los has encontrado! Estos chicos se habían dado por muertos. Se han hecho funerales. ¡Si son ellos, esto es un milagro!” Durante los meses siguientes intenté reconstruir con toda la precisión posible lo que sucedió en ‘Ata. 

La memoria de Peter resultó ser excelente. Incluso con 90 años, todo lo que relató era compatible con mi otra fuente principal, Mano, que tenía 15 años en esa época y que ahora se acercaba a los 70, y vivía solo a unas pocas horas en coche de Peter. El verdadero Señor de las moscas, nos dijo Mano, comenzó en junio de 1965. Los protagonistas fueron seis chicos, Sione, Stephen, Kolo, David, Luke y Mano, todos alumnos de un estricto internado católico de Nuku’alofa. 

El mayor tenía 16 años, el más joven 13, y todos tenían una cosa en común: estaban muertos de aburrimiento. Así que urdieron un plan para escaparse: a Fiyi, a unas 500 millas de distancia, o incluso a Nueva Zelanda. Solo había un obstáculo. Ninguno tenía un barco, así que decidieron “coger prestado” uno del Sr. Taniela Uhila, un pescador que les caía mal. 

Los chicos tardaron poco en prepararse para el viaje. Dos sacos de plátanos, unos pocos cocos y un pequeño hornillo de gas fueron todos los suministros que se llevaron. A ninguno se le ocurrió llevar un mapa, y mucho menos una brújula. Nadie vio el pequeño bote salir del puerto esa noche. El cielo estaba raso; solo una brisa suave ondulaba el mar en calma. Pero esa noche, los chicos cometieron un grave error. Se quedaron dormidos. Unas horas más tarde se despertaron con el agua cayéndoles encima. Estaba oscuro. 

Levantaron la vela, que el viento pronto hizo jirones. Lo que se rompió después fue el timón. “Fuimos a la deriva durante 8 días”, me dijo Mano. “Sin comida. Sin agua”. Los chicos intentaron pescar algo. Se las arreglaron para recoger agua de lluvia en las cascaras de coco y la compartieron a partes iguales entre ellos, cada uno bebiendo un sorbo por la mañana y otro por la noche. Entonces, el octavo día, vieron un milagro en el horizonte. Una pequeña isla, para ser precisos. No un paraíso tropical con palmeras ondulantes y playas arenosas, sino una enorme masa de roca, que sobresalía más de trescientos metros sobre el océano. 

En realidad, ‘Ata se considera inhabitable. Pero “cuando llegamos”, escribió el capitán Warner en sus memorias, “lo chicos habían establecido una pequeña comuna con una huerta, tenían troncos de árbol huecos para almacenar agua de lluvia, un gimnasio con curiosas pesas, una pista de bádminton, gallineros y un fuego permanente, todo hecho a mano, con un cuchillo viejo y mucha determinación”. Mientras los chicos del Señor de las moscas llegaron a las manos debido al fuego, aquellos en la versión real atendieron su fuego para que nunca se apagara, durante más de un año. Los chicos acordaron trabajar en equipos de dos, estableciendo un estricto calendario para la huerta, la cocina y la guardia. 

A veces se peleaban, pero cuando eso ocurría lo resolvían imponiendo un tiempo muerto. Sus días comenzaban y terminaban con una canción y con una oración. Kolo fabricó una especie de guitarra con un trozo de madera, media cascara de coco y seis cuerdas de acero rescatadas de su barco, un instrumento que Peter ha guardado todos estos años, y la tocaba para subir los ánimos. Y necesitaban animarse. 

Durante el verano casi no llovió, volviéndolos locos de sed. Intentaron construir una balsa para salir de la isla, pero las olas la destrozaron. Lo peor fue cuando Stephen resbalo, cayó de un acantilado y se rompió la pierna. Los otros chicos bajaron a por él y le ayudaron a subir. Le colocaron la pierna usando palos y hojas. “No te preocupes” bromeaba Sione. “Haremos tu trabajo, mientras tú te quedas ahí tumbado como el mismísimo rey Taufa‘ahau Tupou!” Inicialmente sobrevivieron a base de pescado, cocos, pájaros (bebían su sangre además de comer su carne); comían crudos los huevos de pájaros marinos. Más tarde, cuando llegaron a la parte alta de la isla, encontraron un antiguo cráter volcánico, donde había vivido gente un siglo antes. 

Allí los chicos descubrieron taro salvaje, plátanos y gallinas (que se habían estado reproduciendo durante 100 años desde que los últimos Tonganos se marcharon) Finalmente fueron rescatados el domingo 11 de septiembre de 1966. El medico local más tarde expresó sorpresa por sus físicos musculosos y por la pierna perfectamente curada de Stephen. Pero esto no fue el fin de la pequeña aventura de los chicos, porque, cuando regresaron a Nuju’alofa la policía subió al barco de Peter, arrestó a los chicos y los metió en la cárcel. El Sr. Taniela Uhila, propietario del barco que los chicos habían “cogido prestado” 15 meses antes, todavía estaba furioso, y había decidido denunciarles. Afortunadamente para los chicos, Peter ideo un plan. 

Se le ocurrió que la historia de su naufragio era un material perfecto para Hollywood. Cuando era contable corporativo con su padre, Peter gestionaba los derechos de filmación de la empresa y conocía a gente en la TV. Así que desde Tonga llamó al gerente del Canal 7 de Sídney. “Podéis quedaos con los derechos australianos”, les dijo. “Dame los derechos mundiales”. Después, Peter pagó al Srl Uhila 150 libras por su viejo barco, y sacó a los chicos de prisión con la condición de que participaran en la película. 

Unos días más tarde, llegó un equipo del Canal 7. Cuando los chicos volvieron con sus familias el ánimo en Tonga era exultante. Casi toda la isla de Ha’afeva, con 900 habitantes, apareció para darles la bienvenida. Peter fue proclamado héroe nacional. Pronto recibió un mensaje del mismísimo Rey Taufa‘ahau Tupou IV, invitándolo a una audiencia. “Gracias por rescatar a seis de mis súbditos”, dijo su Majestad. “Ahora, ¿hay algo que pueda hacer por ti? El capitán no se lo pensó mucho. “¡Sí!, me gustaría pescar langosta en estas aguas y empezar un negocio aquí”. El rey consintió. Peter regresó a Sydney, dimitió de la empresa de su padre y encargó un barco nuevo. 

Luego hizo que vinieran los seis chicos y les concedió lo que había comenzado todo: una oportunidad de ver el mundo más allá de Tonga. Les contrató como tripulación para su nuevo barco pesquero. Mientras que los chicos de ‘Ata quedaron en la oscuridad, el libro de Golding todavía es muy leído. Los historiadores de los medios incluso le reconocen como el creador involuntario de uno de los géneros de entretenimiento de la televisión actual: los realities. “He leído y releído El señor de las moscas”, afirmaba en una entrevista el creador de la serie de éxito Survivor. Es hora de que contemos otra clase de historia. 

El señor de las moscas real es una historia de amistad y de lealtad; una que muestra lo fuertes que podemos ser si sabemos confiar el uno en el otro. Después de que mi mujer echara una foto a Peter, este se dirigió al gabinete y rebuscó un momento, luego sacó una pesada pila de folios y me los puso en las manos. Sus memorias, explicó, escritas para sus hijos y sus nietos. Mire la primera página. “La vida me ha enseñado mucho”, comenzaba, “también la lección de que siempre debes buscar lo que es bueno y positivo de la gente”. Este es un fragmento adaptado de Humankind de Rutger Bergman, traducido por Elizabeth Manton y Erica Moore.