Amor y revolución; por Manolo Monereo



 



Para el Partido Comunista en su centenario: 

Siempre ha estado ahí y nos acompañó desde el principio, casi nunca hablábamos de ello; nos daba vergüenza. Me estoy refiriendo al amor, al amor revolucionario que fundamentó nuestro compromiso político. Militar, organizarse, luchar en condiciones de clandestinidad era una tarea difícil y a contracorriente. Estábamos en peligro, teníamos miedo y nunca dejamos de combatir. Amor sin sentimentalismos. Más o menos. Recuerdo uno de nuestros interminables debates sobre el status científico de la obra de Marx. El pobre Althusser siempre estaba por medio. El marxismo era una ciencia y esa era su fuerza. 

A partir de ahí, disquisiciones varias y el esfuerzo de cada día contra el franquismo, por conquistar las libertades y por traer un nuevo régimen que hiciera más viable el proyecto socialista. Marxismo ¿solo ciencia? Había mucho más pero nunca hablábamos de ello. Los protagonistas no éramos los estudiantes, los universitarios ni nuestros doctos profesores de los varios marxismos existentes. Los verdaderos protagonistas eran los trabajadores, los campesinos, los jornaleros. 

El Partido Comunista nunca desapareció de nuestros pueblos, de nuestras ciudades, de nuestras fábricas. Unas veces difuso, otras organizado y, más allá, como comunidad de memoria y acción. Pasar por comisaría, caer en manos de la brigadilla de la Guardia Civil o de la Brigada Político-Social era algo muy duro pero que enseñaba mucho. Te medía en tu compromiso con unos ideales que te habían llevado a organizarte y ser parte de un proyecto colectivo. Cuidado, se nos enseñó a militar, es decir, a evitar las detenciones sin dejar de luchar. 

Era común en aquella época —sobre todo por los escasos socialistas que conocíamos— decir que los comunistas sacrificaban a sus militantes y lo que realmente había que hacer era esperar a que las contradicciones internas del régimen lo llevaran a su crisis definitiva. La clave eran las potencias democráticas que nos ayudarían a una transición ordenada y pacífica. ¿Para qué comprometerse? No conozco a nadie que aguantara torturas, puñetazos, patadas y demás caricias por sostener que la llamada tendencia al descenso de la tasa media de ganancia era una verdad empíricamente demostrable o, al menos, falsable. 

Conocí a decenas, a centenares (el Partido es memoria de sufrimiento y ejemplo) de comunistas que aguantaron con firmeza en los calabozos del franquismo por no delatar a un camarada, por no descubrir el aparato de propaganda o simplemente porque no estaban dispuestos a colaborar con el poder franquista; ni agua. Conocí, en el campo andaluz o extremeño, que ser comunista se pagaba a precio alto, a camaradas (palabra sagrada) detenidos, callados como tumbas para no delatar a sus enlaces o los miembros de su célula. Lo peor era cuando te ponían delante a madres, compañeras e hijos. No quiero seguir por este lado. 

Ver golpear tu hija y sellar la boca te marcaba para siempre. La mayoría aguantaban y eran enviados a la cárcel; muchas veces era una liberación, la comisaría era mucho peor. Hablo de los años sesenta y setenta, hasta la llegada de Adolfo Suarez a la presidencia del Gobierno. Antes de esa época la tortura y las palizas eran lo menos que te podía pasar. La muerte siempre acechaba. La otra cara eran las compañeras. Nosotros, siempre heroicos, en la cárcel. Ellas, con los hijos buscándose la vida, sufriendo humillaciones sin fin, sin dinero y, muchas veces, con la vergüenza de tener el marido en la cárcel. Siempre había capacidad para llevar algo a los presos y parecer firme ante un marido al que la cárcel cambiaba y que te miraba de forma tan singular. 

Aquello no era vida, pero había fe, confianza en el futuro y sentido de pertenencia: estábamos en el lado bueno de una historia que definitivamente queríamos convertir en pre-historia. Sin pasión no hay revolución. No, no todos fuimos iguales en la lucha por las libertades, por los derechos laborales y sindicales, por los derechos nacionales de los pueblos de España. No, no todos fuimos iguales. Un viejo amigo, Pepín Vidal-Beneyto, me contó una anécdota que explicaba muchas cosas. Pepín estaba poniendo en pie la asociación “Memoria Democrática” con la idea de recuperar un pasado de resistencia y lucha, de dignificar a personas que habían destacado singularmente. 

Fue a hablar con Felipe González. Le propuso una especie de medalla para los luchadores sociales, políticos y sindicales más sobresalientes. El presidente del Gobierno dijo no con rotundidad: ¿qué quieres, que terminemos condecorando a todo el Comité Central del PCE? Esto enseña muchas cosas de lo que pasó y, si se me aprieta, de lo que todavía nos pasa después de un 23F de mentira y de enésimo intento por construir un imaginario político que la Familia Real se encarga de destruir cada mañana. En momentos de “(contra)revolución preventiva”, de “anticomunismo sin comunistas” es bueno preguntarse por nuestra historia: ¿qué hizo que miles de hombres y mujeres, millones de obreros, trabajadores, campesinos y jornaleros se organizaran, se dotaran de un proyecto e hicieran del conflicto social un instrumento eficaz para mejorar condiciones de trabajo y vida? 

Me refiero a Europa, pero podíamos hablar del movimiento obrero norteamericano o de las luchas sociales de una Latinoamérica que se iba poniendo en pie. Fue la 3ª Internacional la que lo cambio todo, no en el centro como se esperaba, sino en las periferias del capitalismo imperialista. La lucha de clases llevo a la lucha armada y a los movimientos de liberación nacional. El mundo cambiaba de base de verdad y se iniciaba el declive de Occidente. 

Nada se pierde en la historia secular por la emancipación. La pregunta sigue ahí: ¿qué hizo, qué hace que personas normales, corrientes se rebelen, creen un sector público voluntario y, lo más importante, tengan la osadía de luchar por un proyecto alternativo de sociedad y de poder basado en el trabajo? La solidaridad, el afecto y la pasión justiciera. Sin esto nada fue posible; sin esto nada es posible. Las luchas sociales en las minas, en las fábricas, en los latifundios se combinaron, donde se pudo, con la construcción de grandes partidos de integración de masas, con una compleja red de asociaciones, cooperativas y mutualidades. 

En la tradición marxista del movimiento obrero fue apareciendo un tipo de relación especifica entre pasión y conocimiento, entre el querer y el poder. Conocer el mundo para cambiarlo; dotarse de la mejor ciencia disponible, forjar conocimientos y organizar la acción colectiva políticamente guiada. Así una y otra vez. Conflicto, lucha, organización y compromiso político al servicio de una ética socialista.

Los “comunes y corrientes” cambiaron la democracia realmente existente y pusieron al capitalismo a la defensiva. El miedo a la revolución fue tan grande, es tan grande, que hoy, derrotada y calumniada, sigue estando en el centro de las preocupaciones de los que mandan impedir, bloquear, criminalizar el imaginario crítico y revolucionario de unas sociedades sometidas a la inseguridad, la incertidumbre y el miedo; miedo que empieza, de nuevo, a ser una segunda piel. 

Cambió la política. De arte para manejar a los hombres (a las mujeres ni se las tenía en cuenta) a arte para construir un proyecto colectivo de liberación social y, en medio mundo, nacional. ¿Olvidar a Lenin? No, gracias. No se trata de reivindicar —que también— la íntima relación existente entre política revolucionaria y pasión, afecto, compromiso moral. La cuestión es otra: sin esta pasión colectiva organizada no habrá revolución, transformación social, defensa de las libertades públicas y los derechos sociales, ni democracia tal como la hemos conocido hasta el presente. El movimiento obrero histórico socializó la política, la sacó del palacio y la convirtió en ética colectiva. La resultante en Occidente fue el Estado Social y la democracia constitucional. 

Delante de nuestros ojos se está produciendo la “gran regresión”: el retorno a las democracias oligárquicas, plutocráticas, en forma de una norteamericanización de la vida pública, precisamente cuando en su territorio de origen está en crisis terminal. La “gran regresión” y el “gran reset” son las dos caras de un capital a la ofensiva que quiere escribir el futuro a su imagen y semejanza. Creer que las clases dominantes no se aprovecharán de la desigual correlación de fuerzas y que habrá un “nuevo reformismo” impulsado por los de arriba es no entender la lucha de clases y, lo peor, no haber aprendido nada de la época neoliberal. 

El keynesianismo (no confundir con Keynes y su obra) fue la respuesta histórica del capitalismo a una de sus crisis más duras, a las nuevas formas de organización de la producción y, sobre todo, a una correlación de fuerzas desfavorable. El capitalismo monopolista-financiero dominante está preparando una nueva revolución tecnológica, productiva y social; anticipando escenarios, adelantado acontecimientos, intentando sacar ventaja; aprovechando la pandemia, es decir, la desmovilización y el temor para imponer sus decisiones con el beneplácito, esta vez sí, de la entera clase política que cree estar en condiciones de gobernar el proceso y ponerle el bozal a la bestia.