El modelo privatizador de las residencias salta por los aires





Vía: El País

El coronavirus ha tenido un impacto demoledor en los centros residenciales para personas mayores y ha dejado al descubierto, como algunos medios ya han señalado, el insostenible modelo de cuidado de personas mayores imperante en España. Si bien la disponibilidad de datos es todavía escasa, las últimas informaciones indican que habrían muerto más de 2.100 personas por esta enfermedad en las residencias de todo el país, cerca del 25% de los fallecimientos provocados por el virus. La mortalidad en estos centros sería aproximadamente de siete óbitos por cada 1.000 residentes. Entre el conjunto de la población mayor de 80 años, estaría en torno al 1,5 por 1.000, lo que pone de manifiesto el tremendo impacto diferencial de la epidemia en estos centros.

Es obvio que las residencias no estaban preparadas para esta situación. Como se explica en este artículo, ahora sabemos que las medidas preventivas que se adoptaron ante la crisis fueron –como en tantos otros ámbitos− tímidas, tardías e insuficientes; fue evidente la insuficiencia de medios, así como de directrices y protocolos, para hacer frente a la epidemia.

Algunos datos permiten contextualizar la situación de estos centros y su desprotección frente a la epidemia. Según los datos del Imserso, España cuenta con cerca de 5.500 residencias para mayores, que ofrecen casi 380.000 plazas, lo que supone 4,2 por cada 100 mayores de 65 años. El 60% de esas plazas están en centros que cuentan con financiación pública y que forman, por tanto, parte del sistema público de servicios sociales. El tamaño medio es de casi 70 plazas por centro y el 51% de ellas está en macro-residencias de más de 100 plazas. El precio de concertación medio que se paga a las entidades proveedoras de servicios de responsabilidad pública es de unos 1.600 euros mensuales, de los que las personas usuarias aportan, por término medio, un 40%. Se estima que el coste medio real por plaza alcanza los 1.800 euros, con importantes diferencias territoriales. La edad media de las personas usuarias supera los 80 años y las mujeres representan el 70% de los residentes.

Muchas de las plazas financiadas con dinero público están gestionadas por entidades privadas, con y sin fin de lucro. Entre esos proveedores ha ido creciendo el peso de las grandes empresas, en detrimento de las entidades del tercer sector. De hecho, de acuerdo a este análisis, hay muchos inversores, sobre todo fondos extranjeros, que han visto en España una gran oportunidad de negocio por la vía de comprar residencias o construirlas. Tras esta fiebre inversora, el sector privado factura ya 4.500 millones de euros y se ha concentrado, con cinco grandes grupos (cuatro de ellos extranjeros) que controlan el 23% del mercado.

Desde el punto de vista comparado, España no se caracteriza por un gasto público elevado en este tipo de centros. De acuerdo con los datos de la OCDE, destina un 0,7% de su PIB al gasto público en servicios sociales de atención a la dependencia, lejos de los niveles de otros países europeos como Francia (1,34%), Alemania (1,28%), Bélgica (2,0%), Holanda (2,4%) o Suecia (2,66%). España tampoco destaca por coberturas particularmente altas, con 44,1 plazas por cada 1.000 personas mayores de 65 años. Los países con mayores coberturas –por ejemplo, Suecia, Bélgica u Holanda− superan las 70/1.000. También destaca el escaso volumen de población que se dedica a estos servicios: 4,5 personas por cada 100 mayores de 65 años, frente a niveles superiores al 8% en Holanda, Dinamarca, Suecia o Noruega.

En parte, ese menor gasto público se relaciona con el escaso nivel retributivo que obtienen en España los trabajadores/as del sector. En efecto, de acuerdo a la Encuesta de Estructura Salarial del Instituto Nacional de Estadística, el coste laboral por trabajador asciende en este sector a 1.410 euros, apenas un 67% del coste laboral medio por trabajador. De hecho, las malas condiciones laborales caracterizan un sector en el que las mujeres son ampliamente mayoritarias. Además, las ratios asistenciales –el número de gerontólogos/as por usuario/a− varían claramente de unas comunidades a otras y son, en general, insuficientes: según este artículo, las ratios de gerocultor/a oscilan, para las personas con grados II y III de dependencia, entre 14 trabajadoras por 100 usuarios en Extremadura y más de 40 en Guipúzcoa, donde el salario/hora de estos profesionales (13,0 euros) casi duplica el que se registra a nivel estatal (7,6).

En definitiva, coberturas y ratios profesionales insuficientes, ofertas formativas limitadas, malas condiciones laborales y un gasto muy inferior al que realizan otros países de nuestro entorno; todo ello agravado por un modelo de copago que penaliza el acceso a los centros públicos de las personas con un cierto nivel de renta o patrimonio.

La falta de recursos es patente especialmente en algunas comunidades, Sin embargo, como ya se ha dicho, la principal carencia de los centros residenciales no tiene tanto que ver con los recursos sino con la orientación general del modelo. Las residencias –muchas de ellas− siguen siendo una extraña mezcla de cuartel, hospital y hotel, pero pocas veces se plantean como lo que realmente debieran ser: el hogar de la gente que reside en ellas, un lugar para vivir como en casa. Como señala Mayte Sancho –una de las principales expertas en la materia− en este artículo, el problema no se limita a mejorar las condiciones de la plantilla y las ratios, ni a revertir la privatización. Es el propio modelo el que debe de ser revisado completamente.

Ese cambio ya se está dando. Hay entidades y administraciones que, desde hace años, vienen desarrollando un trabajo serio para implantar progresivamente un modelo de Atención Centrado en la Persona (ACP). Entidades como la Fundación Pilares o la Fundación Matia vienen desarrollando un trabajo digno de reconocimiento para desarrollar modelos que faciliten la personalización de la atención frente al fordismo asistencial; la adaptación de los espacios a lo que todos entendemos como un ambiente hogareño, frente al desarrollo de equipamientos anónimos e impersonales; el fomento de la autodeterminación, la capacidad de elección y el control por parte de las personas usuarias, y la conciliación de los derechos individuales con las necesidades de organizaciones flexibles y amigables, frente a modelos en cierto modo paternalistas, excesivamente basados en el saber profesional; el recurso a centros y unidades de pequeño tamaño, frente al uso de grandes equipamientos masificados; la búsqueda del bienestar y de una vida con sentido como objetivo prioritario, frente al énfasis en la estandarización de los procesos y de la atención.

En estos días, muchas personas achacan el impacto de la epidemia en los centros residenciales a la privatización del sector y a los recortes presupuestarios. Con los datos disponibles, es difícil saberlo. En todo caso, cuando la situación de alarma haya remitido, será necesario evaluar, con objetividad y sin apriorismos, en qué medida y bajo qué condiciones la provisión por parte de entidades privadas de servicios de responsabilidad pública ha contribuido a prevenir, o a agravar, la expansión de la infección.

Por otro lado, hay evidencias concluyentes de que las características físicas de los centros –el tamaño, la disponibilidad de habitaciones individuales, las zonas verdes…− tienen un impacto directo en la calidad de vida y la salud de las personas usuarias. Más concretamente, hay evidencias que muestran que los factores relacionados con la organización del espacio y del personal se asocian a la salud de los residentes, así como a la expansión de esta y otras infecciones. No debe olvidarse pues que en las residencias, y fuera de ellas, la salud es un asunto integral, en el que se conjugan aspectos ambientales y organizativos que van más allá de lo estrictamente sanitario.

En ese sentido, tras la crisis será necesario estar atentos a la tentación de re-medicalizar estos centros. Algunas de las decisiones que se están tomando, aunque razonables en estas circunstancias, apuntan en esa línea. Siendo evidente la necesidad de una mejor coordinación socio-sanitaria, quienes más saben de esto han advertido del riesgo de retroceso a un modelo sanitario-institucional donde las personas pierden el control de sus vidas. En efecto, como ya se ha dicho, el reto está en garantizar la seguridad, la salud y la calidad de vida de las personas residentes, cuidando a su vez de que los centros no se conviertan en hospitales, sino que se mantengan fieles al lema de vivir como en casa.