Un pueblo más fuerte que el rey








Al 147 aniversario de la proclamación de la I República. Vía: Viento Sur

El 11 de febrero de 1873 fue proclamada la Primera República la única, de hecho, con un texto constitucional de signo federal que reconocía, y alentaba a construir, las soberanías de los distintos pueblos. A pesar de que la Constitución republicana no fuera aprobada, a raíz de la guerra civil en marcha, su preámbulo dejaba bien claro la voluntad confederal: “señalamos como nuevos Estados de la República los antiguos reinos de la monarquía”[1].

Solo por esto ya merecería la pena considerar el acontecimiento de la Primera República como algo más que una anécdota perdida en el rally de la historia. Justo al contrario de como se ha presentado bien a menudo, es decir, como una insurrección sin conexión con el pasado, el movimiento juntista de 1808, ni con los eventos europeos del presente, como la Comuna de París, y peor aun desatendiendo su proyección hacia el futuro.

Por eso, creo que bien vale una reconsideración en toda regla con tal de ser conscientes de las raíces profundas de la Primera República en el movimiento juntista antinapoleónico. Ya que, en definitiva, la gran revolución popular del 73 representa una lucha republicana por la tierra, el trabajo, el confederalismo democrático y la justicia social. La derrota de esta gran sacudida será la condición de posibilidad de un nuevo régimen oligárquico, la Primera Restauración, que durará 47 años y sobrevivirá aun diez años más gracias a la respiración artificial garantida por la dictadura de Primo de Rivera. Pero las cenizas de esta estrella iluminarán los debates estratégicos de las izquierdas emancipatorias hasta el final de la Segunda República y en el proceso construirán, y reharán, todo un conjunto de mitos que explican tanto el entusiasmo revolucionario del Corto verano de la anarquía como el fervor audaz de aquellos federales enragés que han pasado a la historia como cantonalistas.

La capital importancia de la Primera República, para los pueblos y las naciones de España, pero también para una Europa dominada por la Alemania de Bismarck, no pasó desapercibida para más de un observador de la época. Y si Marx señalaba que las luchas democráticas iniciadas por los movimientos de 1808 otorgaban a España un carácter de “revolución permanente” que le animaban a decir que “no es exagerado decir que no hay cosa en Europa, [...], que ofrezca al observador reflexivo un interés tan profundo como España en este momento” (Marx, 2017 [1854]: 7) [2]. Engels remachaba diciendo, de uno de los que sería uno de los grandes líderes del momento que; “Pi era, de todos los republicanos oficiales, el único socialista, el único que comprendía la necesidad de que la República se apoyase en los obreros” (Engels: 2017 [1894]: 189-190).

La importancia de este impulso será tal que saldrá vencedor incluso de la derrota de modo que prácticamente todo el mundo reivindicará el pensamiento y la estrategia de Pi i Margall a la hora de encabezar una nueva alternativa democrática y revolucionaria en los años 20 y 30: desde el pensamiento libertario de Salvador Seguí y Federica Montseny hasta el conjunto del movimiento republicano ibérico, pasando por el marxismo; desde el oficial de José Díaz hasta el de carácter más nacional y popular como puede ser el Joaquín Maurín.

Analizar, pues, las raíces históricas de la revolución de 1873 es la única manera de adivinar la huella política e intelectual de un combate que se merece nuestro más sentido homenaje.

Marx en Cádiz: una interpretación confederal de España

Estas raíces, antes mencionadas, fueron agudamente analizadas por un Marx para el cual la insurrección popular en Madrid contra Godoy, el dos de mayo, dieron pie a una forma de lucha social que rearticulaba: “una defensa de las libertades de la España medieval frente a las injerencias del absolutismo moderno” (Marx, 2017 [1854]: 9).

A raíz de esta tendencia, Marx observó, las nuevas formas que cobraba a lo largo del siglo XIX, siendo perfectamente consciente de que se trataba de una reacción popular al Estado. Una reacción no a un Estado cualquiera sino a la forma histórica que había tomado en España, es decir, la de un Imperio edificado alrededor del perímetro de una monarquía absolutista. Y esta monarquía y este perímetro imperial se habían edificado mediante un largo y sostenido asedio a “los dos pilares de la libertad española: las Cortes y los Ayuntamientos” (Marx, 2017 [1854]: 9).

Es posible que por este motivo fuera tan importante para Marx la guerra de las ciudades castellanas, los comuneros, contra la monarquía. En la medida que ahí estaba en juego el poder del confederalismo cívico y político de las ciudades frente al centralismo oligárquico de la monarquía.

La derrota de aquella causa tenía que comportar, pues, la imposición del principio monárquico y su institucionalización en una opresora estructura histórica dedicada al saqueo de los derechos municipales, ahuyentar la población, y la riqueza, a la vez que socavaba la importancia política de las ciudades de Castilla. Un análisis que Pi también compartía al señalar en “Las nacionalidades” como la derrota de los comuneros formaba parte de un preámbulo de la derrota catalana de 1714, puesto que: “Allí en aquel fuego ardieron no sólo las instituciones de Catalunya, sino también la libertad de España” (Pi i Margall, 2009 [1877]: 267).

El Imperio colonial no hizo sino radicalizar la usurpación de las libertades políticas en una “tumba magnífica” (Marx, 2017 [1854]: 12) con tal de disolver las libertades medievales en “el fragor de las armas, de cascadas de oro y de las terribles iluminaciones de los autos de fe” (Marx, 2017 [1854]: 13).

Y aun así el Imperio colonial, con la monarquía absoluta más despótica de Europa, no consiguió el exterminio de todas las libertades municipales ni tampoco imponer completamente su modelo centralista. A causa, precisamente, de la persistencia de las mismas “pequeñas comunidades independientes” que la monarquía había derrotado e intentado ahogar económicamente, para luego desentenderse de ellas. No solo a pesar de estos hechos continuarían existiendo, sino que, además, por esta misma supervivencia, rechazarían luego, estructuralmente, toda centralización. De modo que así España devenía, de facto; “una aglomeración de repúblicas mal administradas con un soberano nominal a la cabeza” (Marx, 2017 [1854]: 14).

Estas pequeñas libertades conservadas en graneros municipales, y regionales, luego serían la fuerza de la resistencia que derrotaría la invasión de Napoleón. Y, en este proceso, el movimiento nacional y popular por la independencia, o contra el francés, reactivaría una historia, marcada por la huella del pueblo, inflamando el país a lo largo de todo el siglo.

Ciertamente, en los distintos movimientos de liberación nacional, que representaban las juntas, había un componente reaccionario, pero también es cierto que había una fuerza presente para la cual “el alzamiento popular contra la invasión francesa era la señal de la regeneración política y social de España” (Marx, 2017 [1854]: 19). Es más, en buena parte del movimiento juntista se notaba un espíritu republicanizante y comunero que fundamentaba su lucha en el más soberano autogobierno. Impulso que hará decir a Marx premonitoria, y yo diría acertadamente, que los movimientos populares de liberación nacional contra Napoleón estaban planteando “una forma muy anárquica de gobierno federal” (Marx, 2017 [1854]: 21).

De aquí que, en la síntesis posterior en la Constitución de Cádiz, resultase una amalgama de elementos de diferente aleación ideológica que en buena medida consistía en; “una reproducción de los fueros antiguos pero leídos a la luz de la Revolución Francesa y adaptados a las exigencias de la sociedad moderna” (Marx, 2017 [1854]: 47-48). Planteando así un segundo round en el que recuperar las libertades forales, municipales y comuneras, noqueadas por la monarquía.

Por este motivo, sorprenden los análisis, que por bienintencionados que sean, atribuyen unos orígenes y unos protagonismos equívocos. Como es el caso del artículo de Jorge Dioni publicado en la Revista la U en el que afirma que:

“El carlismo es la intrahistoria de España [...] Nadie lleva ya una boina roja ni luce un detente bala con el Sagrado Corazón en el cuello, pero la identidad propia como instrumento de repliegue y la desconfianza ante el estado central como forma de defensa de los intereses generales se mantiene.”[3]

Sin negar la existencia del carlismo, esta visión, popularizada por algunos medios, diluye la lucha foral en una cuestión identitaria, desplazando las dimensiones cívicas, municipalistas y republicanas. De hecho, parecería que la única reacción al centralismo monárquico liberal emanara exclusivamente del carlismo y que solo este, por sí solo, se ocupara del viejo mundo comunitario. Aunque es evidente que si en el foralismo hay una dimensión de identidad es porque hay una dimensión de poder y de libertades.

Es por esto que Marx se sorprendió en ver, en los derechos forales castellanos, reconocido el derecho a la insurrección, además de una primeriza división de poderes para limitar el poder de la realeza. Y que, por este mismo motivo, dijera de la Constitución de Cádiz que recuperaba esta tradición democrática de “los antiguos fueros de España” (Marx, 2017 [1854]: 49)con tal de “restablecer el antiguo sistema municipal” (Marx, 2017 [1854]: 50) en el cual existía un modelo económico y comunitario, una economía moral, que la gran transformaciónasaltó de la peor manera posible: arrebatando las tierras comunales, introduciendo sangrantes impuestos indirectos e imponiendo un reclutamiento militar, las quintas, que era visto como un impuesto de sangre a las clases populares.

Es natural que estos cambios encontrasen resistencias de todo tipo y que ciertos pretendientes dinásticos se aprovecharan de ellas con tal de conseguir el trono, a pesar de que, a los ojos del absolutismo, de Fernando VII, por ejemplo, carlistas y republicanos fueran “los mismos perros con distintos collares” (Marx, 2017 [1854]: 67). Pi i Margall, por ello, dirá más tarde que incluso el carlismo en su dimensión social es una expresión popular anticentralista pues:

“Demuestra una vez más la conducta de esos hombres el creciente influjo del federalismo. El federalismo lo va todo avasallando, y hoy cabe, sin riesgo de equivocarse, predecir, que reorganizará la nuestra nación, ora triunfante la república, ora don Carlos. Son muy miopes los que esto desconocen.”(2009 [1931]: 653)

En cualquier caso, lo cierto es que en la mayor parte del país el anticentralismo tomó unas formas, unas banderas, y un proyecto, netamente republicanas.

Una lenta y audaz esperanza

La construcción de una identidad-proyecto republicana devendrá el fruto de un largo proceso de luchas, asociacionismo y formación cultural en ateneos republicanos que llegarán a formular propuestas muy detalladas de organización política, territorial y jurídica, llegada la hora.

Esta agitación, explícitamente republicana, se formularía en la década de los 50 pero tendría un precedente en los 40. Momento en el que las revueltas populares barceloninas, las bullangues, sirvieron para radicalizar, y republicanizar, los liberales exaltados. Entre los que cabe destacar dos dirigentes fundacionales del republicanismo catalán, como Ramón Xaudaró y Abdó Terrades, que tendrían un papel destacado junto a Sixto Cámara, republicano navarro, y Fernando Garrido, republicano murciano de Cartagena, en el papel de enhebrar lo mejor del socialismo utópico europeo con lo más radical y popular del movimiento republicano ibérico. Virtuosa confluencia que se consigna en que:

“La República no sólo encarna la supresión del absolutismo, la reforma de la condición obrera y el mantenimiento del ideal cristiano de la redención, sino que comporta el fin del Estado centralizado” (Elorza, 1975: 86).

Proyecto que consignará un mito de unión entre el tercer y el cuarto estado. Mito popular que tomará una fuerza desatada nacida del entusiasmo más esperanzado con la expulsión de los Borbones en 1868, tanto en Catalunya como en el País Valencià, Madrid y Andalucía.

Andalucía será, de hecho, una importante punta de lanza del republicanismo hasta el punto de devenir Jaén, con sus 63 comités, una de las provincias con más organizaciones locales republicanas de todo España. Una organización republicana solo superada por Alacant con sus 70 comités. Merece la pena destacar el peso del republicanismo andaluz por sus éxitos electorales municipales que llevaron a los republicanos a conquistar los ayuntamientos de Cádiz, Córdoba, Huelva, Jaén, Málaga y Sevilla. Rompiendo así también la dicotomía campo-ciudad que en el caso andaluz contaba con una efervescencia extraordinaria. De modo que el tópico sobre el apoliticismo rural queda hecho añicos también. Un dirigente republicano del campo andaluz lo explicaba así:

“Se nos acusa a los que habitamos pueblos pequeños de no estar dispuestos á recibir la forma de gobierno republicana por nuestro apego á las rancias costumbres por nuestro atraso. Lo primero es calumnia; pues los de pequeñas poblaciones, lo que estamos es con hambre y sed de justicia más que ningunos otros [...] Lo segundo es una triste verdad; estamos atrasados; ¿pero a quien se lo debemos? A gobiernos que han temido llegue a nosotros la luz, pues lo mismo temerán todos los amigos de los reyes” (Jaén, 2017: 59-60).

¿Guerra o revolución? El gran dilema de Pi

Esta hambre sedienta de justicia estallaría como un río desbocado en proclamarse, casi por sorpresa, la Primera República el once de febrero de 1873, después de la renuncia de Amadeo de Saboya, el rey de importación. Los federales enragés tendrán claro que esta era la gran oportunidad para llevar a cabo un desborde democrático y social.

El republicanismo federal se encontrará con una oportunidad histórica para establecer un cambio de régimen y un nuevo orden social. Sin embargo, se encontrará escindido entre la disyuntiva de llevar a cabo este cambio bien desde Madrid, de la ley a ley, es decir, desde la legalidad parlamentaria o bien desde los ayuntamientos y las luchas sociales. Pi i Margall, de la primera opción, y por eso llamada benévola, tenía en mente llevar a cabo la ruptura con una convocatoria de cortes constituyentes que asentasen la nueva legalidad republicana.

Los republicanos andaluces, catalanes y valencianos, interpretarán la misma proclamación de la República como un acto revolucionario que como tal se imponía a la formalidad de la Constitución liberal vigente del 69 y, por lo tanto, se trataba de construir de abajo arriba la República; proclamando desde Valencia, Sevilla o Barcelona, el Cantón Valenciano, el Estado Catalán o el Estado Andaluz, respectivamente.

Esta insurgencia republicana no solo era interpretada como el momento de ruptura total con el Estado Monárquico, y la construcción de buen principio de Estados Republicanos libremente confederados, sino que también pretendía una transformación social profunda que llevara a cabo la reforma agraria.

La República vivirá dos momentos: un primero de tipo expansivo y un segundo de reflujo centralista y autoritario. Entre febrero y julio de 73, bajo las presidencias de federales como Figueras y Pi, se darán un conjunto de movimientos entusiasmados de los pueblos que Figueras y Pi desmovilizarán y desarmarán pacíficamente con tal de no provocar un conflicto militar. Lo que lejos de calmar a la derecha republicana, y a los liberales monárquicos, la embravecerá a retomar el poder aprovechando los aparatos del Estado de pie, como el mismo ejército profesional.

Pi dimitirá al negarse a utilizar la fuerza, tal como pedía la derecha republicana, contra los republicanos alzados en armas el julio de 1873, los cantonalistas. A partir de aquí, la República terminará en manos de centralistas de orden que combatirán con más entusiasmo a los republicanos que no a los mismos rebeldes absolutistas, los carlistas.

Los presidentes Salmerón y Castelar jugarán el rol de Thiers reprimiendo salvajemente las repúblicas municipales, los distintos cantones, como hizo aquel republicano de derechas al aniquilar la Comuna de París. Y la dictadura termidoriana y militar de Castelar hundirá la república como alternativa democrática, ofreciendo así el mejor fundamento al régimen monárquico de la primera restauración: la derrota y el descrédito de una alternativa social y política al centralismo monárquico y al liberalismo capitalista.

En un extraordinario libro publicado por Pi un año después de la derrota, “La República de 1873: apuntes para escribir su historia”, se lamentará de la perdida de audacia que había llevado a la derrota: “Por el afán de mantener el orden, nosotros ya desde un principio habíamos comprimido demasiado las pasiones populares” (Pi i Margall, 1874: 112)y como consecuencia los dirigentes, como él mismo:

“han dejado escapar lo que se llama un momento revolucionario; han despreciado una dictadura que les había deparado la suerte. Lo fiaron todo a las Cortes, y allí han visto muerta su esperanza por las locuras de la impaciencia y las preocupaciones del miedo. Mediten sobre si, dado el mismo caso, deberán ser en adelante menos escrupulosos, sin faltar a los mandamientos de su conciencia. La dictadura que la Justicia no levanta del suelo, la recoge con frecuencia la tiranía.” (Pi i Margall: 1874: 127)

Cabe esclarecer que para Pi la dictadura republicana consistía en un gobierno revolucionario con poderes extraordinarios con tal de desbaratar la revuelta absolutista, deshacer el ejército profesional monárquico en aras de unas milicias republicanas que librasen la guerra políticamente. Es decir, levantando al pueblo en armas para poder vencer a los adversarios y a la vez sostener las reformas sociales, agrarias y confederales, sin miedo a golpes de Estado monárquicos. Al rechazar el momento revolucionario la revuelta cantonal quedará como un canto del cisne del republicanismo, pero, sin embargo, reducido a una heroica impotencia.

Por otra parte, Pi resolverá, a la luz del giro autoritario de los republicanos centralistas, que el problema no solo era la monarquía sino la misma estructura que esta encarnaba, es decir, la concentración del poder político y económico en unas pocas familias que colonizaban las instituciones. De aquí que el centralismo autoritario de Castelar restableciera la base de poder del bloque histórico monárquico. Y por este motivo, Pi criticará en todas sus formas el centralismo en tanto que articulación monárquica del poder:

“una república unitària no és una verdadera república, sinó «una monarquia amb gorra frígia»” (Pi i Margall, 1913 [1901]: 128)ya que “negar la autonomía a los municipios solo porque formen parte de una región, y a las regiones solo porque la formen de España, es, a nuestros ojos, constituir, no una jerarquía, sino la más insoportable de las autocracias” (Pi i Margall, 2009 [1931]: 659).

Así pues, la forma del Estado y la construcción del pueblo no tienen nada de accidental, o fortuito, sino que van ligadas a una determinada concepción del poder. Y en este sentido Jaime Pastor acierta al sintetizar que la concepción elitista plantea una España como ”una nación de propietarios” atrincherados en un Estado central, centralizado y centralista (Pastor, 2014: 76). Por el contrario, la alternativa democrática y republicana plantea España como un <”pueblo de federales” (Ibidem), es decir, como un haz de soberanías libremente confederadas. Una alternativa que, si hubiera que ponerle alguna imagen, quizás sería la del bloque histórico confederal, el HDP ibérico que pensaba Antoni Trobat[4].

La República: ¿la fórmula ibérica del populismo?

La antítesis, pues, al centralismo consistiría para Pi en el autogobierno, es decir en la plena soberanía, motivo por el cual “en las luchas por la democracia presentábamos la república como la obligada consecuencia de la soberanía del pueblo” (Pi i Margall, 2009 [1931]: 631).

Naturalmente, esta lectura que hace el propio Pi, y herederos posteriores en el marxismo y el mundo libertario, es bien diferente de la interpretación canónica oficial hecha por Engels. Interpretación que desafortunadamente ha calado en un cierto marxismo para el cual en el mejor de los casos la Primera República es un fenómeno extraño y en el peor de los casos un fracaso por culpa de localismos alocados.

Creo que esta lectura pasa por alto el carácter revolucionario del momento y del movimiento republicano, motivos por los cuales dejaría una huella tan fuerte. Huella que, junto con la influencia de Pi, marcará de forma clave los debates estratégicos de los años 20 y 30. Además, en los años 60 y 70 se producirá un renacimiento de la historiografía republicana del país que redescubrirá su propio pasado. El mismo Jordi Solé Tura tomará nota si bien haciendo una interpretación del federalismo de Pi que laminará la crítica a la monarquía y la afirmación republicana en aras de reformular esta doctrina en una técnica de organización territorial del poder, es decir, en una mera descentralización administrativa.[5] Pero esta ya es otra historia y conlleva otras desconexiones del pasado y otras reinterpretaciones.

Para terminar, me parece importante remarcar que ejercicios de este tipo pueden servir para vislumbrar la forma histórica que ha tomado la articulación del pueblo, y su soberanía, en el conjunto de España. Y que por tanto el análisis de base histórica, lejos de ser una actividad arqueológica, puede servir para apuntalar la hipótesis de pensar al republicanismo europeo como una forma populista original y propia.

Tal como han sugerido varios autores y autoras en el reciente revival intelectual republicano. Pero aun podríamos ir más allá y pensar en el republicanismo como una tradición política moderna que no solo forja una idea de sujeto, el pueblo, sino también una idea de cómo han de ser las instituciones y el Estado. Es decir, una idea de institucionalidad popular, de Estado republicano, sujeta a controles democráticos y a agendas emancipadoras. De modo que entre las revoluciones republicanas europeas del siglo XIX y las independencias latinoamericanas quizás podemos entrever un mismo corazón. O incluso que los fenómenos nacional populares latinoamericanos de los años 30 y 40 jueguen los roles de revoluciones republicanas radicales en su búsqueda de nivelar el elitismo de unas repúblicas demasiado senatoriales. Como sugirió Cristian Leonardo Gaude en su obra “El peronismo republicano: John William Cooke en el Parlamento Nacional” en la que señala que:

“El pensamiento de Cooke puede ser leído como una expresión local del republicanismo popular, ya que los elementos de esa tradición republicana están presentes en su pensamiento político.” (Gaude, 2015: 108)

Quizás el hecho de que dirigentes tan relevantes como ÁlvaroGarcía Linera o Andrés Manuel López Obrador encuentren energías simbólicas y estrategias políticas comunes en el republicanismo popular no es una casualidad sino una muestra de savia excepcionalmente vital. Quizás entre Benito Juárez, presidente republicano zapoteca, y Pi i Margall, o, entre Maurín y Cooke, hay más complicidades de las que podríamos pensar. Unas complicidades que más allá de ser afortunadas quizás tienen que ver con una manera compartida de pensar los derechos y las libertades.

A modo de conclusión, pues, podríamos tomar estas palabras de un destacado republicano irlandés al decir que; “el ser genuinamente de izquierdas supone ser un republicano acérrimo” (Adams, 2003 [1986]: 174). Básicamente, por creer, como creía Pi en su tiempo que; “existe una alternativa, el concepto de una federación libre de pueblos libres” (Adams, 2003 [1986]: 17).

Una aspiración, que como bien supo ver Marx, en nuestro país conlleva una articulación confederal del pueblo y de sus instituciones republicanas. Si el 11 de febrero ha de tener alguna importancia que sea por este programa de futuro que nos ha sido brindado para las generaciones del porvenir.

Albert Portillo es politólogo, miembro de Debats pel Demà y La Penúltima, y doctorando en Filosofía sobre el republicanismo federal ibérico del XIX.

Notas

[1]Proyecto de constitución federal a <<Diario de sesiones>> de las Cortes Constituyentes de la República española, 17 de julio de 1873.

[2] Marx, Karl. “La España revolucionaria” a Marx, Karl i Engels, Friedrich, La revolución española, Akal, Madrid, 2017 [1854], pp. 7.

[3] Dioni, Jorge. “Del Fuero a la República (el surco del carlismo)”, Revista la U. Publicado el 16 de enero de 2020. Disponible en https://la-u.org/del-fuero-a-la-republica-el-surco-del-carlismo/

[4]Trobat, Antoni. Cap a un HDP ibèric? El Temps, publicado el 12 de noviembre de 2018. Disponible en
https://www.eltemps.cat/opinio/5538/cap-a-un-hdp-iberic

[5] Solé Tura, Jordi. “Introducción a ‘Las Nacionalidades’ de F. Pi y Margall” aLas Nacionalidades ed. por el Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1986, pp. xxvii.

Referencias

Adams, Gerry (2003 [1986]) Hacia la libertad de Irlanda. Navarra: Txalaparta.



Elorza, Antonio (1975) “La primera democracia federal: organización e ideología” en Federalismo y Reforma Social en España (1840-1870), de Juan J. Trías y Antonio Elorza, Ediciones Castilla, Madrid, pp. 75-243.

Engels, Friedrich (2017 [1894]) “Los bakuninistas en acción”, en Marx, Karl y Engels, Friedrich, La revolución española, Akal, Madrid , pp. 183-206.

Gaude, Cristian Leonardo. El peronismo republicano: John William Cooke en el Parlamento Nacional, Ediciones UNGS, Buenos Aires, 2015.

Jaén, Santiago (2017) “El republicanismo andaluz en el último tercio del siglo XIX”, en ¡Viva la República Federal!, Eloy Arias Castañón (coord.), Centro de Estudios Andaluces, Sevilla, pp. 51-82.

Marx, Karl (2017 [1854]) “La España revolucionaria” en Marx, Karl i Engels, Friedrich, La revolución española, Akal, Madrid,, pp. 7-71.

Pastor, Jaime (2014) Los nacionalismos, el Estado español y la izquierda. Madrid: Viento Sur-La oveja roja.

Pi i Margall, F. (1874) La República de 1873: apuntes para escribir su historia, Impr de Aribau&compa., Madrid, 1874.

Pi i Margall, F. (2009 [1877]) Las nacionalidades Madrid: Akal, pp. 75-370.

Pi i Margall, F. (1913) “Discurs pronunciat en l’Assamblea dels federalistes catalans”, 6 de maig del 1901, en F. Pi i Margall, La qüestió de Catalunya, Rovira i Virgili (ed.), Barcelona, Societat catalana d’Edicions.

Pi i Margall, F. 2009 [1931] “Lecciones de controversia federalista” en Las nacionalidades, Akal, Madrid, pp. 631-660.