Los intentos de armonizar la Ribera con el resto de Navarra vienen de antiguo. Desde que el romano Tito Livio separó el Ager Vasconum del Saltus y Prudencio llamara al Ebro río vasco a su paso por Calahorra, esa diferencia brutal entre las dos Vasconias la hemos arrastrado hasta la actualidad, ora como riqueza, ora como maldición.
Cuando se formó lo que Lacarra llamaba la Navarra nuclear, de lengua vasca, fruto de la expansión del reino de Pamplona en el siglo X, la muga meridional pasaba por la línea Tafalla-Estella. Al sur, los árabes tomaron el relevo a los godos y durante siglos acentuaron la diferencia. Entre los siglos XI y XII la Ribera fue conquistada, pero su navarrización fue más lenta: dice Yanguas que en 1237 todavía Peralta y Tudela seguían enviado emisarios a Navarra. A partir de entonces, la Ribera abrazó con entusiasmo el imaginario colectivo navarro.
Primero fue su resistencia a la conquista; luego, siglos XVII y XVIII, participó con el resto de Vasconia en la idea vasco-cantabrista que blasonaba la antigüedad de los vascos y justificaba sus leyes diferentes, los Fueros. Gran honor: Tudela, Tafalla o Estella, fundadas por Tubal, nieto de Noé, el primer euskaldun. Fue el primer intento en la edad moderna de dar una cohesión política a los cuatro territorios éuskaros.
El siglo XIX mantuvo esa búsqueda de la identidad vascona primigenia, y basta leer a todos sus cronistas y literatos, o asomarse a las jornadas de la Gamazada, para comprobarlo. El Estatuto Vasconavarro fue la esperanza postrera de los republicanos vasquistas y del Frente Popular Navarro para armonizar los avances sociales y la antigua autonomía.
Las masacres del 36 y la eliminación masiva de sus sectores más activos y pensantes alteró la sociología ribera. En el camino quedaron hechas trizas aquellas cooperativas de republicanos como David Jaime, o de los nacionalistas del SOV y PNV dedicadas a vender los excedentes agrícolas de la Ribera en Bizkaia y Gipuzkoa. Un pueblo, decían, un mercado común. Tras el franquismo renació el movimiento para engarzar la Ribera con el proyecto de una Euskal Herria unida.
En su libro Navarra abundancia, el sociólogo Mario Gaviria volvió a señalar el antiguo Ager como despensa de las superpobladas provincias vascongadas. Pero la Transición, el travestismo político, el apartheid de la Ley del Vascuence, la presión españolizante y otros factores contribuyeron al alejamiento de las dos navarras. La pérdida de conciencia vasca, ya lo dijo Campión, acarrea la pérdida de conciencia navarra y abre paso, añado yo, a la derechización política.
Basta ver los resultados electorales para comprobarlo. Nada que no dijera el Frente Popular en 1936. En la actualidad parecía que se iba a cumplir la sentencia que el pedagogo Leoncio Urabayen hizo en 1920: la Ribera "es el teatro de una sorda lucha de costumbres y en modos de ser entre Navarra por una parte y Castilla y Aragón por la otra, y en la que éstas últimas parecen llevar la ventaja". Y con estos pesimismos andábamos cuando un día aparecieron unos jóvenes, locos visionarios, y se pusieron a recorrer la misma senda que tantos hemos andado desde Tito Livio.
Sorprendentemente, no hacían discursos políticos ni promesas electorales, ni escribían sesudos ensayos de historia, ni pretendían convencer a nadie sobre la idiosincrasia vascona de los riberos. Simplemente, se liaron a hacer cestas. Sí, cestas, llenas de productos agrícolas de calidad de la Ribera y de primera necesidad en cualquier hogar vasco. Llenaban una cesta en Ablitas, pagaban al productor un precio justo, la vendían en Lekeitio a precio asequible, hacían en auzolan buena parte del proceso y dejaban el 25% para promocionar el vascuence allá donde las leyes lo persiguen. Soberanía alimentaria, auzolan y euskera, el orden de factores no altera la cesta.
Ocho años. Éxito rotundo. Más de 100.000 cestas, millón y medio de euros para AEK, Sortzen y las ikastolas más marginadas del país. Felices los de Lekeitio y Amoroto porque comen bien y hacen país. Felices los de Ablitas y Arróniz porque tienen asegurada la venta y, fíjate qué gente más maja, solo les piden que pongan la etiqueta en vasco. Cientos de agricultores implicados; 25 empresas productoras y transformadoras; trujales; viticultores; legumbres del país; más de 200 puntos de reparto en los siete territorios; relación consumidor-productor sin más intermediario que el euskera; minifundio; multicultivo; diversidad productiva y ecológica; kilómetro cero y pico.
¿Se puede pedir más? Desde que existe Errigora el aceite me parece más virgen; las pochas más ecológicas; el vino más espirituoso; los espárragos más cojonudos. Pero no es eso, ni siquiera los beneficios que acarrea al euskera lo más importante. Lo grande del proyecto es que devuelve la ilusión colectiva, une el Ager y el Saltus desde la solidaridad y planta cara a la globalización con imaginación y eficacia. Errigora no es solo una genial idea. Es un camino.