Vía: David Trueba en El País
Qué perverso delineado histórico ha querido que muchos niños de la guerra terminen su vida con la crisis sanitaria de 2020. Su franja de edad está afectada de manera brutal por la enfermedad. El número no lo sabemos con certeza, entre el desorden de los geriátricos privatizados y la ausencia de pruebas certeras, pero la mayor impotencia consiste precisamente en reducir a cifras lo que son biografías íntimas. Los niños de la guerra comprenden a todos aquellos que eran demasiado jóvenes para ser enviados al frente o que nacieron durante la contienda civil de 1936 a 1939 y la inmediata posguerra. Tras la irónica libertad que los niños experimentan en el caos, la guerra que les hicieron encima desembocó en orfandad, pobreza, desamparo, exilio y explotación bajo la victoria del resentimiento. Esa generación se ve hoy, cuando han llegado a ancianos, sepultados por un ordenamiento económico del mundo que los aparta y considera improductivos. En la tragedia sanitaria, muchos mueren sin poder estar rodeados de los suyos, con la despedida de una videollamada que no alcanzan a escuchar, de un cerco hospitalario o una reclusión forzada que no les concede ni tan siquiera el último deseo de la caricia de los seres queridos. Urge remediar esta tragedia añadida a la tragedia.
Nos preguntamos en estos días si saldremos mejorados de esta crisis. La respuesta es cruel. El ser humano es un prodigio de adaptación al medio que posee una de las armas más poderosas de supervivencia: el olvido. Es muy posible que volvamos a cometer todos los errores por la prisa, la falta de orientación y los deseos inducidos. Pero queda una esperanza: que los que hoy son niños perciban lo que ha sucedido alrededor en estos meses como una señal íntima que nunca podrán desdeñar. Eso es exactamente lo que sucedió con los niños de la guerra española. Sin trauma, supieron cargarse a la espalda este país, propiciaron la recuperación moral y social y sumaron esfuerzo a renuncia para entregar un mundo mejor a los que fueron sus hijos y sus nietos. Tenían varias características que los hicieron únicos. Eran resistentes, espartanos, y supieron ver que el esfuerzo y el conocimiento eran los rasgos esenciales de la formación. Tenían el virus del miedo inoculado, pero lo reciclaron en prudencia mientras construyeron desde sus cocinas un país nuevo para las generaciones futuras.
Los niños de la guerra no solían caer en las trampas de quienes usan el pasado en su propio beneficio, de quienes agitan la guerra para trampear por el lodazal contemporáneo. Honraron a los muertos como supieron y pelearon por rescatar a los desaparecidos en cunetas y fosas infames hasta su último aliento. Fueron, pese a todo, fanáticos de la convivencia, porque conocían su opuesto, y no cayeron jamás en la tentación del voto del rencor y el conflicto, de la radicalidad y la tonta afición por odiarnos. Eran los más espantados ante el renacer actual de la intolerancia. Fueron patriotas, pero de la Seguridad Social, como fueron un Inem para cada familiar cercano. Ni tan siquiera se apagan hoy con una protesta; lo hacen sin molestar, como hicieron todo, expertos en hablar con sus silencios. No podremos jamás estar a la altura del homenaje que se merecen. Lo peor es preguntarse qué haremos sin tener cerca su ejemplo vivo. Ojalá su terca eternidad nos guíe.