Patriotismo tudelano












       

“Sobre lo que Tudela no quiso ser de la Corona de Aragón”, reza el título de un pergamino que en el archivo de Tudela guarda encuadernada la correspondencia sostenida por la fiel ciudad nabarra con sus reyes legítimos, con Fernando el “Usurpador” y con el hijo bastardo de éste don Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza y caudillo de la tropa aragonesa en la invasión del Sur. El título se desprende como resumen y compendio de cuanto la plaza ribera expresó y dejó de expresar en sus cartas en aquella sazón.

Aquel arzobispo, del que podría decirse, como del otro prelado que se partió a la guerra de Nabarra con el ejército castellano, y no a echar bendiciones, “más se le vio al hombro la partesana que la estola”; conminó a Tudela que se le diese después de haber ocupado toda la merindad y acampado a la vista de sus muros, ofreciéndosele a recibirla a los fueros de Aragón y jurando cumplirlos.

Muy digna y como ofendida en su honor contestó Tudela al arzobispo–brigadier, sorprendiéndose de que el hijo de un rey la creyese capaz de faltar a la fidelidad que debía a sus legítimos monarcas, y mostrábase maravillada de que tal pensamiento pudiera haber pasado por las mientes de su reverencia, “porque siempre habemos creído –añadían los tudelanos– que si alguno contra nuestra fidelidad nos quisiese en algo tocar, V. S. sería el primero en nos amparar et defender... et cuando lo contrario hiciésemos, lo que ninguno podía creer que lo tuviese a bien V. R., debía resistirlo”.

A rejalgar tuvo que saber al bastardo la noble contestación de Tudela, por poco que supiera leer entre líneas.

Luego faltó tiempo a la caballerosa ciudad, dechado de hidalguía, para comunicar a sus desgraciados reyes los requerimientos del caudillo aragonés y la contestación que le cursaba.

Don Fernando el “Echalaszarpas” siguió a su hijo el arzobispo en lo de hacer requerimientos a Tudela, y desde Logroño cursó a la ciudad una astuta misiva, admirándose de que teniéndola él tanto amor fuese ella la última en rendirle obediencia.

Volvió a contestar la ciudad ribera al padre en el mismo tono con que días atrás escribiera al hijo, y entre otras cosas le decía Tudela indignada:

“Ni Dios Nuestro Señor quiere, ni es su voluntad, que nosotros creamos que Vuestra Excelencia, siendo tan justo y católico rey, quiera ni mande enturbiar tan lúcida y clara fidelidad de tan querida y amada ciudad ni la desee con tan malo, feo y abominable renombre”, refiriéndose al que se merecen los traidores y perjuros.

El truhán de don Fernando se percató bien pronto de que como no lograra conturbar la voluntad de los tudelanos, que tan recia se le mostraba, no conseguiría captarlos, y les volvió a escribir “a vuelta de correo”, que diríamos ahora, hablándoles de que se holgaba mucho de que le hablasen de fidelidad; pero que era cosa de reparar en qué consistía; porque en virtud de una bula de Su Santidad publicada en Calahorra estaba excomulgado el rey de Francia y todos sus secuaces y que era un crimen, por lo tanto, continuar siendo fieles a los reyes nabarros, a quienes él hacía pasar como incursos en excomunión para que sus súbditos se sintieran desligados de toda obligación de fidelidad.

Contestóle Tudela que aquella era la primera noticia que de semejante caso recibía, que escribía a sus reyes dándoles cuenta de todo y que a su debido tiempo de lo que ellos ordenaran. “Pero bien sabía la ciudad –escribe Yanguas y Miranda– que no solamente no estaban excomulgados los reyes de Nabarra, sino en buena correspondencia y amistad con el Papa Julio II, porque en aquellos mismos días había recibido una bula, dada en Roma a veinte y uno de junio anterior, concediendo Su Santidad varios privilegios al deán de Tudela, a petición de sus ilustres y carísimos hijos en Cristo los reyes de Navarra don Juan y doña Catalina”

En vista de que no lograba rendir la ciudad con tretas, añagazas y zalemas, resolvió el rey Fernando de Aragón, irritado de que todavía se le resistiera plaza tan importante, cuyo patriótico ejemplo pudiera ser para él fatal en el negocio de la usurpación, decidióse a combatirla abiertamente y comenzó de lleno sus guerreros preparativos.

Como siempre, se apresuró Tudela a informar de cuanto ocurría a sus reyes, que así era de fiel. “Toda esta merindad –les decía– está dada al rey Fernando; el arzobispo de Zaragoza está aposentado en Cascante, que es a la vista de esta ciudad, y los caballeros, con toda la gente de armas de Aragón, nos tienen como en cerco; ya todos nuestros ganados son tomados y todas las haciendas que los vecinos de esta ciudad tenían en Aragón han sido confiscadas y nosotros declarados por cismáticos y condenados por esclavos”. De paso les pedía algún refuerzo para poder hacer frente a la gente de guerra que contra ella venía. Con tres mil hombres que le enviasen, Tudela se comprometía a resistir el asedio.

Pero no recibió respuesta la caballerosa ciudad del Sur. Tres días más tarde volvió a solicitar de la reina pirenaica el envío de refuerzos, después de haber conseguido del arzobispo sitiador quince días de tregua. Tampoco tuvo contestación Tudela de su soberana. Y perdidas las esperanzas de auxilio, sin el que la resistencia fuera más que temeridad, se entregó a 9 de septiembre del año 1512, bajo condición de que le serían respetados sus fueros y privilegios. El rey Fernando se los confirmó desde Logroño, y en 4 de octubre pasó personalmente a jurarlos en Tudela, haciéndolo primero antes de entrar en la ciudad a tomar posesión de ella, y en la iglesia a continuación, según tradicional costumbre.

La gravedad de las circunstancias, aguda e implacable, puso a Tudela en trance tan amargo; pero nunca se dejó amortiguar, sino que cuidaba solícita de mantenerlos encendidos, así el deseo de salir de la obediencia del usurpador como el propósito de vengar a Nabarra los ultrajes. Cuantos alzamientos se prepararon en Nabarra para recuperar la independencia perdida contaron con el entusiasmo ardoroso de Tudela. Se comenzó a hablar en el reino de la incursión del mariscal, y Tudela, impaciente por su venida, enviaba frecuentemente sus emisarios por los caminos que llegan de la Montaña. Cuando los franceses del general Asparrot penetraron en las tierras peninsulares al servicio del príncipe don Enrique, hijo de los monarcas pirenaicos destronados por don Fernando de Aragón, se alzó embravecida la Ribera por su monarca legítimo.

Quiso el general que los tudelanos juraran por rey al príncipe; mas no precisaba la orden cuando bullía Tudela en los deseos.

El día del Corpus las autoridades tudelanas “fizieron llamar los ciudadanos vezinos e concejo... a son de repique de campana maría, segund uso et costumbre de la ciudat, e ayuntados dentro de las casas de la dita ciudat... respondiendo dixeron que son prestos e aparejados a facer e complir lo contenido en el dicho mandato”.

Con la derrota de Asparrot, las ilusiones de los patriotas tudelanos se desvanecieron; más no su patriotismo. Porque cuando a principios del pasado siglo, se pretendió desgajar de Nabarra, para incorporarla a la Rioja, la fiel merindad de la Ribera, Tudela alzó su protesta airada y su oposición irreductible. Cuando la Gamazada, Tudela se significó por sus gallardías y braveza. Aún recuerdan los buenos tudelanos que alcanzaron aquellos gloriosos días la vibrantes melodías del “Gernikako” con que fueron saludados los diputados forales a su paso por Tudela, en la estación, camino de Madrid.

Tudela, la vieja ciudad vasca del Sur, la de los románticos rincones que saben de amores y de guerras, la de las calles evocadoras que guardan en su vetustez resonancias marciales de desfiles cortesanos, plañidos de fúnebres cortejos reales, alaridos de victoria, aleteos de tradiciones que pugnan por reemprender triunfales el vuelo, quiere ser de Nabarra hasta la muerte.

Y por Nabarra, será de Euzkadi: porque sólo de la confederación vasca, de la confraternización vasca, puede esperar el rescate de los Fueros perdidos, a los que Tudela tanto amó.

(Publicado en el periódico de Bilbao Euzkadi, el 2 de octubre de 1935, con el seudónimo Lucio de Arakil)