El gran ladrón





Por José Mari Esparza:

Navarra sigue siendo vanguardia del movimiento contra las escandalosas inmatriculaciones de la Iglesia católica. Si antes, gracias a la gestión de su Parlamento, supimos que había habido 1.087 inmatriculaciones en el período 1998-2007, ahora ha sido el actual gobierno de cambio el que ha solicitado a Madrid todas las inmatriculaciones anteriores a 1998. Y la sorpresa ha sido mayúscula: 1.431 nuevas inmatriculaciones que, sin duda, fueron muchísimas más, pues los registros de la propiedad solo dan los datos de lo que hoy todavía está en manos de la Iglesia y no de cuanto ya ha vendido desde el año 1947. Que la ciudadanía haya estado décadas sin enterarse de semejante trasiego inmobiliario, es la mejor prueba de la alevosa opacidad con la que han operado.

Entremos en detalle. Recordemos que ni siquiera el franquismo permitió a la Iglesia inmatricular los lugares de culto. En eso siguió en alguna manera a la República, hasta tal punto se sobrentendía que eran bienes públicos. Pues bien, abierta la veda en 1998 por el gobierno de Aznar, la Iglesia inmatriculó en Navarra 849 iglesias, ermitas y varios cientos de bienes diversos más, desde helechales hasta cementerios y frontones.

La Iglesia quiso desviar la polémica centrándola solo en los templos, y mucha gente ingenua, que no conoce su archivo municipal, creyó lo que decían los obispos, esto es, que eran suyos los bienes levantados para el culto cristiano. Esta falacia se desmoronaba en cuanto se comprobaba que todas las iglesias de patronato particular habían sido respetadas, mientras trincaban exclusivamente las de propiedad pública. Claro, era más fácil arramplar todas las ermitas de la Baldorba que tocar una sola de la duquesa de Alba o de cualquier ricohombre local. El botín fácil siempre está en la bolsa pública.

Al mirar estas nuevas 1.431 inmatriculaciones, comprobamos que hay algunos lugares de culto (pese a que la ley prohibía entonces su inmatriculación) pero el 95% de los bienes son tierras de cereal, edificios, huertos, solares, pastos y algunos cementerios y frontones.

Cualquiera que pasea por el campo sabe que por allí solo hay dos tipos de propiedad: o es pública-comunal o es de alguien particular. Y ese alguien debe tener un título de propiedad. Entonces, ¿de dónde han sacado los obispos miles de terrenos para inmatricularlos, es decir, para registrarlos por primera vez? Pues lógicamente de los terrenos públicos y comunales, aprovechándose de la desidia de los ayuntamientos, de su buena fe y sobre todo, de las prerrogativas ventajistas que les concedió el franquismo para actuar como fedatarios públicos (“es mío porque yo lo digo”), prerrogativas que, increíblemente, han durado hasta el año 2015.

Descubierta y señalada, la jerarquía católica solo ha sabido balbucear que acudamos a los tribunales, porque sabe que aunque pierda algunos pleitos (como la demoledora sentencia de Estrasburgo o la de Muskilda) siempre le quedarán miles de bienes sin reclamar, por desidia, prescripción o incapacidad de los pequeños pueblos para soportar la carga judicial. La solución justa debe ser colectiva: vuelta al estado inicial y que la Iglesia acceda a la propiedad de sus bienes como el resto de los mortales, con trasparencia y documentación. Como Dios manda, vamos.

De otro modo, todo será un calvario para la jerarquía eclesiástica. Los pueblos ya tienen una Guía local para obligarle a mantener de su bolsillo todo ese patrimonio mal apropiado. Los cristianos de base, los que “no se avergüenzan del Evangelio”, como diría el párroco de Altsasu, Marino Ayerra, están colaborando con las plataformas populares que luchan por la devolución de lo robado. “No me vas a arrebatar mi fe” le dijo el ex-misionero Pedro Leoz, presidente de la plataforma navarra, al obispo Sebastián. Salvo sus monaguillos oficiales, nadie, ni la prensa más afín, saca la cara a la Iglesia en este tema. Apesta a avaricia, a corrupción, a simonía, a desahucios, a todo lo contrario al mensaje que predica.

Son años de descrédito y de muchas almas avergonzadas y perdidas, sin que la jerarquía eclesial haya hecho el menor gesto de dialogar, de bajar del púlpito de su soberbia, de reconocer sus pecados, reparar el daño causado y hacer propósito de enmienda. Escandalizan, y lejos de arrojarse con una piedra de molino al mar (Mateo, 18, 6) se pasean arrogantes. No tienen miedo al Infierno. Saben que no existe.

Poco a poco, miles de bienes más serán vendidos o alquilados. Quieren hacer caja y prevenirse de una posible devolución forzosa. Pero el Gran Ladrón está nervioso: sabe que miles de ojos están puestos en ese patrimonio y que ya no va a poder mercadearlo como quisiera. Hace diez años se lo advertimos: vuelvan las cosas a su sitio; dejen, como en Portugal o Francia, que los poderes públicos cuiden y mantengan esos bienes y úselos la Iglesia para un culto que nadie ha cuestionado. Dejen ustedes de amasar, de pecar y de escandalizar. Lo dijo San Lucas: “No podéis servir a Dios y al dinero”.

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